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La ciudad y los días

Carlos Colón

El rugido y la cruz

COMO ya he escrito otras veces, tuve la suerte de cursar mis primeros estudios, desde el parvulario al ingreso en el Liceo, en un colegio público francés de Tánger: l'École Perrier. En las clases no había crucifijos y en los bancos nos sentábamos niños franceses, marroquíes y españoles que hablábamos una lengua común, el francés, y éramos educados en el valor común de la politesse (que los diccionarios franceses definen como "conjunto de usos sociales que regulan los comportamientos de los unos para con los otros y observancia de estas reglas") y en rigurosos conocimientos comunes en la lengua, la geografía, la historia y la cultura francesa, sin discriminaciones ideológicas: desde San Luis y Santa Juana de Arco a Robespierre y Napoleón, desde Voltaire a Claudel). Fuera de horario escolar, en las familias, las parroquias (yo con los franciscanos), las madrazas y las sinagogas recibíamos nuestra instrucción religiosa.

Esa separación natural, no artificial, entre lo común y lo particular no suponía una exclusión de la religión del espacio ni del debate público. Cada cual celebraba sus fiestas religiosas en privado y en público sin que nadie se sintiera agredido, mientras nuestra amiga Carmen Laforet vivía allí su conversión al cristianismo plasmado en La mujer nueva y el debate intelectual, tan intenso en aquellos años y aquella ciudad, se ocupaba también de los autores católicos -los Cesbron, Bernanos, Mauriac, Thomas Merton, Gabriel Marcel, Julián Green- cuyos libros llenaban los escaparates de la célebre Librairie des Colonnes.

Creo que aquella situación natural tiene poco que ver con el rugido de satisfacción con que algunos medios y colectivos han acogido la sentencia de Estrasburgo sobre la presencia de crucifijos en los colegios públicos. Las cosas han cambiado mucho, y no siempre a mejor, desde los años 50 hasta hoy. Más que la construcción de un espacio público democrático y plural, no dominado por ninguna confesión o ideología, lo que parece que algunos persiguen es la expulsión del cristianismo del espacio público. No sólo de las escuelas de titularidad pública, lo que sería razonable, sino del debate público. El prejuicio irracional de la demandante italiana a la que Estrasburgo ha dado la razón está hoy fomentado tanto por el neoliberalismo hiperconsumista como por la izquierda posmoderna. "El crucifijo tiene detrás muchísimos significados negativos, a partir de la discriminación de las mujeres y los homosexuales", ha dicho la buena mujer. ¿Y no los tiene positivos?, podría preguntársele. Pero no vale la pena. Mañana les diré por qué.

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