¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El sermón de la hamburguesa

En este asunto del McDonald's, como en todos, los sermones de lo gastronómicamente correcto sobran

Por la airada y generalizada reacción ante la foto de las familias Casado y Moreno en un McDonald's, deducimos que en Andalucía nadie acude a ese tipo de negocios de fast food. La nuestra debe ser una tierra de gourmets al estilo de Ignacio Peyró -el exquisito gastroescritor tan alabado por el aún más exquisito Ignacio F. Garmendia en estas páginas-, o de sanos veganos devoradores de forraje. Y, sin embargo, la terca realidad nos indica, con sólo aplicar el método de asomarse a la calle, que las hamburgueserías cuentan con el favor generalizado del público.

El andaluz, históricamente acostumbrado a mezclar culturas y condumios, sabe hacer compatibles el choco en amarillo, la ensaladilla con pico gordo y la ingesta de litros de vinos del país con el leñazo neoliberal del BigMac. Conoce que cada día tiene su afán y su menú, sobre todo cuando la descendencia exige su ración de protagonismo y carne picada. En este tema, como en todos, los sermones de lo gastronómicamente correcto sobran. Un pueblo que hizo del fruto de una mata extranjera, el tomate, una bandera culinaria, nada debe temerle a burgers, hot dogs, sushis, y quinoas. Meterse con los que acuden con los niños (aunque estos sean güeros) a un McDonald's no deja de ser una de las muchas caretas tras la que se esconde el esnobismo, esa enfermedad del espíritu tan de nuestra izquierda ilustrada.

Pertenecemos a la generación que vio el nacimiento de la fast food en la Andalucía urbana. Fascinados por el fenómeno, un día propusimos a nuestro abuelo que nos llevase a merendar a uno de estos locales que nos recordaban a las películas. Aunque la idea no le entusiasmaba, el viejo coronel cedió con la magnanimidad de un rey. Llegó al restorán (es un decir) con su loden y su traje de franela inglesa, se sentó como si estuviese en la rotonda del Palace y tocó dos sonoras palmadas para requerir la inmediata presencia del camarero. Pacientemente le explicamos que aquello no funcionaba así, que era el cliente el que tenía que ir al mostrador a pedir y, luego, recoger los desperdicios. Nuestro abuelo nos miró como si fuésemos lo que éramos: unos auténticos memos. Gente así, que nunca comió sin vino, sí podía permitirse el lujo de desdeñar los feos comederos de la modernidad globalizada. Al resto nos toca ser un poco más compasivos y comprender los muchos peajes que tiene la vida actual, sobre todo cuando uno ha cumplido con la reproducción de la especie.

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