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La tribuna

Juan Antonio Estrada

¿Para qué un sínodo de obispos?

YA ha comenzado el Sínodo de los obispos y mucha gente se pregunta acerca de él. ¿Qué es y para qué sirve? La misma temática del sínodo, la palabra de Dios, suscita interrogantes, en cuanto que no se ve que tenga interés para la gente. El origen indirecto de estos Sínodos episcopales fue el Concilio Vaticano II. Fue la primera experiencia de globalización de la Iglesia católica, una asamblea mundial en la que los obispos hablaban directamente entre sí y no sólo con el gobierno central de la Iglesia.

El Concilio funcionó con autonomía respecto de la curia romana, lo cual le dio libertad de opinión y le permitió elaborar documentos que nunca habrían salido a la luz sin la independencia conciliar. ¿Por qué no continuar esta experiencia mediante un sínodo de obispos? ¿No era éste un medio para pasar de la monarquía papal a un gobierno colegial de la Iglesia? En una época que caminaba hacia la globalización, ¿no era necesario crear órganos de representación en los que se hicieran presentes los obispos de las iglesias nacionales?

Todo esto decidió a Pablo VI en 1965 a crear una nueva estructura, el sínodo episcopal, que debía ser convocado para tratar los grandes problemas del mundo y de la Iglesia. Era un paso adelante en el intento de cambiar las viejas estructuras centralistas del siglo XIX, de abrir espacios a la libertad de expresión, de hacer efectivo el co-gobierno de los obispos con el Papa y de cambiar un modelo de iglesia papista, vertical y muy romano. Desde entonces se han sucedido los sínodos con temáticas actuales: la justicia internacional, la vida sacerdotal, el laicado, la vida religiosa, la revisión del concilio, etc. Los objetivos que se pretendían se han logrado sólo parcialmente.

En el postconcilio comenzó un largo proceso de transformación del Sínodo episcopal, acentuado tras la muerte de Pablo VI, que le ha quitado autonomía, libertad de expresión y eficacia para incidir en la vida de la Iglesia. La curia romana ha logrado controlar una estructura que pretendía ser una alternativa al gobierno central de la Iglesia. El sínodo es meramente consultivo, sin poder de decisión; ha dejado de publicar documentos y de comunicar libremente a la opinión pública sus planteamientos, guardando sus conclusiones para un documento reservado al Papa; ha crecido el número de miembros del sínodo nombrados directamente por Roma, perdiendo peso la autonomía de las iglesias nacionales; las comisiones y la redacción de los documentos han sido controlados por personalidades nombradas directamente por el Papa o la curia romana; se ha acentuado la presión a las conferencias episcopales para que sus representantes sean afines a la política del gobierno central de la Iglesia; se rechaza discutir temas candentes como el celibato sacerdotal, la ordenación de la mujer, el control de la natalidad, problemas de bioética, los obstáculos al ecumenismo, la reforma de la autoridad en la Iglesia...

La Iglesia católica vive hoy una grave crisis, sobre todo en Europa. Sus instituciones y organismos estaban adaptados para una sociedad jerárquica, homogénea, con muchas raíces rurales y con una concepción patriarcal y masculina de la autoridad. El problema es que ha cambiado la sociedad, pero no la Iglesia, y crece el desfase entre las instituciones, formas de entender la autoridad y los valores de las sociedades plurales y democráticas. La Iglesia sigue anclada en estructuras centenarias, cada vez más desfasadas y menos eficaces. La reforma de la Iglesia y de la misma Curia romana, repetidamente pedida en el Vaticano II, sigue siendo un problema pendiente. Esta reforma frustrada es una de las causas de la crisis del catolicismo en Europa. El problema no es si hay un Papa bueno o malo, no es una cuestión personal, sino cómo cambiar las estructuras mismas del papado y del gobierno central de la Iglesia.

La reforma institucional de la Iglesia es más necesaria que nunca, y se aplaza indefinidamente. La mayoría de los que detentan la autoridad son personas ancianas, educadas y socializadas en el viejo modelo societario y eclesial, y sin mucha sensibilidad ni capacidad para adaptarse a la nueva sociedad emergente desde el último cuarto de siglo. El gran reto del Sínodo episcopal es generar una nueva forma de ejercer la autoridad, más respetuosa con las Iglesias nacionales y el contexto de la globalización. Pero faltan las mediaciones para lograrlo y las actuales estructuras del Sínodo, mucho más restrictivas que las que tuvo inicialmente, le impiden hacerlo.

Mientras esto dure, cualquier éxito del sínodo será sólo parcial e insuficiente. Ojalá acierten al impulsar un mejor conocimiento de la Biblia, pero permanece el problema de fondo.

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