soltando grillos

josé Manuel Atencia

Del socialismo histórico al histérico

Todo comenzó cuando el PSOE pasó de ser un partido de militantes a otro de cargos públicos cosidos al poder orgánico para mantenerse en el puesto

CUANDO en el año 2000 el PSOE se estrelló en las elecciones generales con Joaquín Almunia de candidato a la Presidencia del Gobierno, al periodista Félix Bayón no se le ocurrió otra cosa que proponer en una artículo cerrar la mayoría de las sedes de este partido y reducir el tamaño de las que quedaran para convertirlas en pequeñas y funcionales oficinas, quitando además los bares que se encontraban en su interior. Bayón sostenía que muchas sedes socialistas se parecían por entonces a los viejos cuartos de banderas de los cuarteles, donde la gente se dedicaba a conspirar y donde los líderes se sentían cómodos viviendo a espaldas de la sociedad. En contra de lo que decía el PSOE, de que había que abrir las sedes para que entrara aire fresco en el partido, Bayón proponía, como mucho más efectivo, que fueran los dirigentes del PSOE quienes salieran de la sede a respirar el aire de la calle.

Década y media después, el PSOE ha cerrado muchas de sus sedes, pero no lo ha hecho para convertirlas en pequeñas oficinas funcionales, sino como consecuencia de que apenas acudía nadie a visitarlas. Hace mucho tiempo que a las reuniones de las antiguas casas del pueblo asisten los cargos públicos y un número relativamente escaso de militantes, cuya máxima aspiración es convertirse también en cargo público. No quiero parecer injusto y hay, y seguirá habiendo, honrosas excepciones. La de militantes que siguen trabajando por ese partido desde su convencimiento ideológico y desde su aspiración de cambiar la realidad en la que vive. Y que lo hacen incluso a pesar de sus dirigentes.

Tengo un ejemplo concreto de hasta qué punto los socialistas dejaron de tener relación con el exterior, o sea, con la calle. Hay cientos de ellos más, pero este artículo tiene su limitación de espacio. Hace varios años, ante la celebración del histórico congreso regional del PSOE-A que ponía fin al liderazgo de Manuel Chaves en Andalucía para sustituirlo por José Antonio Griñán, los socialistas malagueños enviaron a los medios de comunicación el listado completo del casi centenar de delegados elegidos por esta provincia para el cónclave. Me entretuve en cotejar cuántos miembros del listado eran cargos públicos y el resultado fue descorazonador: más del 90%. Como estoy convencido de que Málaga no era un hecho aislado, debió ocurrir otro tanto de lo mismo en cada provincia andaluza, por lo que la conclusión era evidente: la mayoría de los dirigentes socialistas que iban a elegir a su secretario general en Andalucía tenían un cargo que dependía del partido, en muchos casos directamente del secretario general que iban a elegir.

Desde hace algunos años escribo con cierta ironía sobre un imaginario manual sobre cómo perder elecciones en cómodos plazos al que el PSOE lleva años agarrándose. Casi todo lo que le ha pasado a esta formación política ha sido advertido en millones de ocasiones por muchos, desde el dirigente más avezado hasta el último militante en llegar al pueblo más pequeño. El PSOE dejó de ser atractivo para las clases medias y una antigualla para los jóvenes, mientras sus dirigentes lideraban una guerra tras otra para mantener el poder orgánico con el que repartirse el cada día menor poder institucional.

Posiblemente, toda la crisis que se ha destapado estos días en el seno del PSOE, en esta guerra sin cuartel en la que no se está respetando ni las mínimas reglas del sentido común, tenga un comienzo: la senda que inició esta formación política para pasar de ser un partido de militantes a convertirse en un partido de cargos públicos cosidos al poder orgánico para poder mantenerse en sus cargos, y repartir entre los afines, los otros cargos de los que se disponían. Muchos de los dirigentes que han salido a la palestra para exigir responsabilidades a Pedro Sánchez por sus malos resultados electorales llevan décadas resistiendo en sus respectivas ejecutivas, derrota tras derrota, con un mecanismo relativamente fácil, que no es otro que el de controlar hasta el último nombramiento en el lugar más recóndito de su provincia con cargos de perfil bajo que no les haga sombra a ellos, ni les amenacen con atisbo alguno de crítica.

En la guerra abierta en el PSOE, como en todas las anteriores y las que vendrán, no hay más que una nueva lucha de poder. De mantener el estatus orgánico en cada sitio y de hacer valer cada uno el peso de su organización y de su reino de taifas. Hace años que no existe un debate entre los socialistas sobre a dónde se dirigen y qué proponen. Se podría decir que es un problema de toda la socialdemocracia en Europa, pero también habría que decir que, en el caso concreto de España, no resulta muy enriquecedor que la batalla, en vez de por las ideas, se diriman por los cargos.

Como es obvio, la crisis del PSOE no se va a solucionar echando a Pedro Sánchez. Tampoco quedándose él. Este partido había alcanzado la peor de las disyuntivas posibles: entrar en coma facilitando con su abstención la investidura de Rajoy o morir directamente en unas terceras elecciones. Van a optar por lo primero, a costa de crear el mayor conflicto interno de este partido en mucho tiempo. Y a costa de alejarse aún más de sus propios militantes.

Si los dirigentes del PSOE salieran de las sedes y se fueran a respirar el aire de la calle, igual se llevaban una sorpresa. Sus cuitas orgánicas y sus batallas internas les importan un pimiento a muchos ciudadanos.

Quizás, exactamente lo mismo que les importa este artículo que escribo hablando de ellos.

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