Un solo mar

Los atlas modernos ensancharon la cosmovisión ptolemaica hasta casi abarcar los confines

Reencontramos estos días, en una librería santanderina de viejo, un gran libro que prestamos y perdimos, con la alegría de quien recupera no sólo un objeto físico, sino también y de algún modo las horas de placer vividas en su compañía, asociadas a una época ya remota -la edición española data de finales de los años ochenta- en la que la letra impresa seguía siendo el mejor vehículo para viajar en el tiempo. Su escueto título, El descubrimiento del mar, sugiere la imagen con la que el historiador cantabrigense John H. Parry resume la vertiginosa edad de las travesías transoceánicas y una consecuencia que a veces no se resalta lo suficiente, eclipsada por los espectaculares hallazgos de tierras y pueblos de los que los antiguos no tuvieron noticia: la certeza, hoy consabida, de que todos los mares son un solo mar, navegable, salvo por la parte de las heladas regiones circumpolares, en cualquiera de sus coordenadas. O dicho de otra manera, las costas de los países ribereños están interconectadas a través de una única masa de agua salada, que salva las barreras continentales por medio de los pasos entre océanos. A lo largo de un siglo de incuestionable protagonismo ibérico, el que transcurre entre las expediciones pioneras del infante don Enrique de Portugal, después llamado el Navegante, y las patrocinadas por nuestro César Carlos, que era un joven veinteañero cuando Elcano y los suyos aparecieron como espectros extenuados por la barra de Sanlúcar, el mundo se había hecho incomparablemente más grande. Los bravos mareantes no eran exploradores o aventureros a la manera ilustrada o luego decimonónica, sino hombres prácticos que buscaban derroteros, recursos y tierras habitadas, a menudo capitaneados por curtidos mercenarios internacionales -"condotieros del mar"- de lealtades dudosas, como el propio Magallanes y su continuador el "vasco taciturno", pero sus informes dieron lugar a una edad de oro de la cartografía en la que los atlas modernos ensancharon la cosmovisión ptolemaica y los límites de los portulanos tardomedievales hasta casi abarcar los confines. La ahora conmemorada vuelta al mundo fue una expedición, aunque recibida con asombro, en principio infructuosa, cuyos beneficios se refirieron sobre todo al ámbito del conocimiento: el planeta era no sólo mayor de lo esperado y definitivamente redondo, sino mucho más acuático que terrestre. En buena medida se trató, señala Parry, de un descubrimiento precoz que no tuvo rentabilidad inmediata, pero las nuevas rutas y la formidable expansión del comercio acabaron creando imperios marítimos -talasocracias literalmente globales- a una escala nunca antes soñada.

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