Aunque sea como machacar en frío y caigamos en el pecado de confundir la realidad con el deseo, insistamos en lo que se juega esta tarde en la primera Catedral del fútbol. Será a partir de las tres de la tarde, que es hora muy habitual y tradicional en las Islas Británicas, y aunque nuestro rol es agua que no moverá molino, lo que está en juego es tan importante para nosotros que en Wembley estaremos en alma y con los dedos cruzados.

Decíamos ayer que lo que pretendemos que pase en ese Inglaterra-Croacia tiene indudable pelaje de milagro. Los milagros rara vez se producen en la cotidianeidad y en ese día a día de la normalidad entra el fútbol de rondón. Al empate fijo sólo suele jugarse cuando la sombra del biscotto planea sobre el partido y en este caso no cabe amaño que valga. Esta tarde se da un duelo en el que palma uno fijo o los dos para bien de nuestra selección nacional. No hay más.

O sí hay más, claro que lo hay, ya que el que pierda padecerá el mismo trauma infamante que ya llora Alemania, el descenso de categoría. Y echa uno la vista atrás y cómo íbamos a imaginar en la previa del partido de Heliópolis, cuando un simple empate nos oficializaba campeones de grupo, que en este domingo penúltimo de noviembre íbamos a andar con rezos a la espera de lo que suceda en Wembley. Resultaba inimaginable, pero así de cruda es la realidad futbolera.

Y mientras echa a rodar la pelota en Londres, aquí andamos a gorrazos con De Gea, al que se señala como máximo culpable del fracaso en Rusia y de que andemos hoy genuflexos y con el rosario en la mano. Y la sombra de Iker Casillas revolotea de nuevo sobre la vertical de nuestra portería. A buenas horas, mangas verdes, habremos de decirnos en la seguridad de que aquella defenestración del milagrero Íker fue una precipitación caprichosa. Ea, y a rezar a partir de las tres.