Sebka

Joaquín / De La Peña

El tacto del alma

LA noticia no me sorprende. La leo en los fríos titulares de la pantalla mientras un reflejo a pergamino se distribuye por las paredes de la habitación. Pronto, muy pronto, la primera de las hijas de Santa Ángela subirá también a los altares.

Más allá de la escueta y medida nota, más allá del eficaz trabajo de la postulación, más allá de la satisfacción, hoy me embarga la alegría. La misma alegría que me prestaron, la misma que, sin darnos cuenta, nos transmiten en sus gestos, en su calma apresurada, en su entrega, en su servicio, en su ejemplo diario de humildad.

Llega la noticia del reconocimiento del milagro de Madre María de la Purísima coincidiendo con la riada de amor que baja por la calle en busca del portón grande de pesadas puertas marrones. La Amargura conoce cada una de las preocupaciones, de los sentimientos que pasan por delante del azulejo del convento. Nadie busca el espectáculo, van a que algo indefinido les acaricie el alma.

Hay en esta cascada humana, algo que me interroga sobre la situación actual de nuestras hermandades. Como me interrogó el llanto sin consuelo de aquel hombre de uniforme en el patio del convento, engurruñando la gorra entre sus manos; como me interrogó el manto de pétalos de aquella tarde-noche; como me siguen interrogando la serenidad de las palabras de las hermanas.

Porque el privilegio del amor de todo un pueblo no se consigue nunca por la cercanía a los poderosos, por las medallas o los reconocimientos almibarados y huecos, es por lo que hoy abre sus puertas el corazón más íntimo, más verdadero de la ciudad.

Cuando en nuestras hermandades comprendamos que la cruz no existe sólo para ser mostrada, sino para vivirla; sólo cuando entendamos que antes de crecer hacia afuera hay que crecer hacia dentro; sólo entonces, es posible que también en las cofradías comiencen a florecer santos tan actuales, vivos, alegres; tan cofrades, tan nuestros, como Madre María de la Purísima.

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