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La ciudad y los días

Carlos Colón

Esta tarde, España

POR encima de los disparates nacionalistas de quienes aprovechan el Mundial de fútbol para denostar el país al que, lo quieran o no, pertenecen o a las regiones (o autonomías) que, lo quieran o no, integran con sus diferencias esta unidad llamada España, la mayoría vive con la lógica pasión -como los alemanes, holandeses o uruguayos- las últimas jornadas de los mundiales.

Ejemplo de disparate nacionalista vasco ha dado el dúo Anasagasti & Landa al afirmar que "mientras la Federación Española de Fútbol no reconozca la oficialidad de la selección de fútbol de Euskalherria, siempre animaré a quienes compitan con la selección española". Ejemplo de disparate nacionalista catalán han brindado Carod-Rovira, al dolerse de que "acabaremos con más banderas españolas que senyeras en los balcones", y Puigcercós, al afirmar que "La Roja sin los jugadores catalanes sería poca cosa", como si dichos jugadores no fueran españoles por el mero hecho de ser catalanes o haberse formado allí. Y ejemplo de disparate nacionalista españolista ha sido el editorial de La Razón que, con soniquete de Nodo, afirmaba que la selección es "un elemento de cohesión nacional" que "se ha convertido en la plasmación más concreta de que, si estamos todos unidos, no hay meta que se nos resista".

La prueba de que todos los nacionalistas extremos son primos hermanos se refleja en el gozo de Anasagasti al reconocer en los ultraespañolistas el mismo sentimiento que anima a los ultravasquistas o ultracatalanistas: "La alegría que se ha desbordado por haber logrado algo nunca conseguido, como es llegar a la final de un Mundial, no es más que la sana evidencia de que algo tan emocional como el nacionalismo, existe". Ya hijo, ya. El problema es dar forma política a las emociones ligadas a la pertenencia para utilizarlas contra el otro (ya sean ultraespañolistas contra ultravasquistas y ultracatalanistas o su contrario), como bien supieron y sufrieron los armenios de los años 10, los alemanes de los 30, los españoles de los 40 o los bosnios de los 90. Y como bien saben las casi novecientas víctimas de ETA.

¿Tan difícil es aceptar la unidad que respeta las diferencias o las diferencias que se integran en una unidad? ¿Tan difícil es insertar la emoción de la pertenencia a una tierra y una cultura en los círculos abarcadores de las tierras y culturas -españolas, europeas, universales- en las que se integran sin conflicto? Urge recuperar el humanismo a la vez nacional y cosmopolita en su sentido originario: una actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos.

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