César romero

Escritor

En una terraza de hotel

Reseñar libros no vuelve rico aunque puede enriquecer la vida con la amistad de escritores que, hasta entonces, te eran desconocidos. En mi caso, ha traído las amistades impagables de Eduardo Jordá y Manuel Arroyo-Stephens, que murió el pasado 16 de agosto. Hace algo más de cinco años, en las páginas de este periódico, reseñé Pisando ceniza, obra de un escritor de quien nada sabía y que escribía distinto, con un peculiar encanto. Ese "desconocido" era un célebre librero y editor (fundó la librería y luego editorial Turner, donde publicó a Bergamín, Barea, Gibbon, etc.), y un excelente aficionado taurino que incluso apoderó un tiempo a Rafael de Paula, y un enamorado de México (trajo a España a Chavela Vargas antes de que la "descubriera" ese Midas llamado Almodóvar), y, sobre todo, un lector vocacional, incansable y desinteresado, como lo es todo auténtico lector.

A Arroyo-Stephens le gustó tanto la reseña que contactó con la redacción para conseguir el correo del reseñista, y la agradeció personalmente, y se empeñó en que apareciera un extracto en la contraportada de la segunda edición del libro. Después surgió un espaciado intercambio de correos en el que, lecturas y otros afanes literarios aparte, el cada vez menos desconocido escritor contaba cosas que demostraban una extraña confianza. Sobre sus enamoramientos, sus viajes a México o Berlín, ciudad en la que pasaba parte del año, los libros proyectados (como escritor publicado tardíamente, las ideas le bullían en pulso, perdido, claro, contra el tiempo), su modo de escribir (volvía una y otra vez sobre sus textos, puliéndolos de edición en edición hasta alcanzar una prosa de música callada como la a veces interpretada por Paula, según Bergamín, ante el toro).

Vino varios días a su muy paseada Sevilla, y almorzamos junto a la Maestranza, y luego apuró varios benjamines de Moët en dos o tres terrazas de hotel bajo la asombrosa sombra de la Giralda, mientras hablaba sin tapujos de libros, amoríos, toros, tequila, música, con su pelo blanquísimo, alborotado, sus ojos claros y picarones, la estampa de alguien que aún guardaba atractivo. En su último correo, donde refería con distanciamiento e irónica conformidad el cáncer de pulmón que, luego de fumar tanto, lo había minado, recordaba esa tarde de terrazas de hotel con alegría y añoranza. Quizá el escritor se viera en aquella reseña más conocido que comprendido. Se puede comprender a alguien sin conocerlo en verdad. La comprensión tiene muy buena prensa, pero lo realmente difícil, lo raro, es que te conozcan, sepan quién eres, cuál es tu fondo último, tu verdad. Se puede pasar por esta vida sin que nadie llegue a saberlo, aunque cuando alguien te intuye, te conoce, eso da un contento inexplicable, una rara paz. Y saberse conocido quizá sea el principio de la tan genuina como escasa amistad. Quién sabe. Habría que hablarlo en otra terraza de hotel. Pero ya sólo cabe una muda eternidad.

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