Alto y claro

josé Antonio / carrizosa

El terror en una pantalla

CUANDO a mediados del pasado julio un terrorista arrasó con un camión el Paseo de los Ingleses de Niza donde miles de personas asistían a la celebración de la fiesta nacional francesa y causó más de ochenta muertos y doscientos heridos graves, el primer ministro, Manuel Valls, quiso hablarle claro a sus compatriotas y, de paso, al resto de los europeos. El terrorismo, dijo Valls, formará parte de nuestro día a día durante mucho tiempo. El mes escaso transcurrido desde entonces le ha dado, como no podía ser de otra forma, la razón. Europa vive bajo el manto de una amenaza que en cualquier momento se puede concretar en un tren de Alemania donde un loco se pone a pasar a machete a los pasajeros o un una iglesia de Normandía donde se degüella a un sacerdote, por no hablar del pirado que se pone a disparar contra los clientes de un centro comercial de Múnich un viernes por la tarde o de otro que lo imita en pleno centro de Londres. Terrorismo en todo caso, sea de obediencia, digamos, extremista religiosa o producto de una mente desquiciada como hemos visto con tanta frecuencia en las matanzas que, de vez en cuando convulsionan los Estados Unidos.

Todo es terror y, además, no es terror importado de zonas de conflicto, como pudieron ser los grandes atentados de Nueva York y Madrid de principios de siglo. Ahora son gente, por lo general muy jóvenes, que se han criado en sociedades europeas desarrolladas y en cuyas mentes internet ha hecho el trabajo de idiotización y adoctrinamiento. Internet es el arma más letal que tienen en sus manos los que mueven los hilos del terrorismo mundial. Gracias a él se pueden meter en la habitación y el cerebro de cualquier adolescente con problemas de encaje social y convertirlo en un pingajo al que no le va a importar perder la vida en base a los falsos ideales que les hayan sido inculcados.

El augurio de Valls tras la matanza de Niza se va cumplir, no les quepa duda, y es mucho lo que nos queda por sufrir en Occidente. La tercera guerra mundial ha estallado -aunque queramos mirar para otro lado- y el campo de batalla está en nuestras calles.

Podremos incrementar la presión bélica sobre los territorios en los que tienen sus bases los islamistas radicales, podernos salvar regímenes tan poco salvables como el de Siria e incluso se podría a la larga darle una solución al problema palestino, que está en el origen de casi todo lo que pasa en Oriente Próximo. Todo ello redundaría en el debilitamiento del enemigo, por utilizar el lenguaje bélico que mejor se adapta a la situación. Pero hasta que no se le meta mano, como tarea urgente y prioritaria, a la cuestión de internet y las redes sociales utilizadas como campo de entrenamiento y de ideologización de los terroristas estamos condenados a sufrir ataques que cada vez vamos a tener menos capacidad de prevenir. En el 11-S y en el 11-M si los servicios de inteligencia de EEUU y de España hubieran funcionado como cabía exigirles quizás hasta se podrían haber evitado los atentados. Eran acciones complejas que necesitaban infraestructura de todo tipo. En Niza, pero también en otros casos recientes, donde el terrorista era una persona que se radicalizó en pocas semanas, la labor de prevención era casi imposible. Evidentemente, intentar poner puertas a un campo que se define precisamente por la ausencia de límites, como es la red, es un empeño de una inmensa complejidad y, hay que decirlo muy claro, supondría una limitación a la libre circulación de la información, que es su principal característica. Pero o desde la comunidad internacional se empieza a estudiar seriamente la cuestión, por complicada que pueda resultar, o tendremos en cada ordenador y en cada smartphone un arma en manos de un terrorista en potencia. O nos convencemos de que el terror anida en una pantalla o va a ser muy difícil dar la batalla en la guerra en la que nos han metido.

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