Desde el tendido de sol

Alberto González Troyano

El torero artista y los olvidos de Sevilla

la idiosincrasia de cada plaza Cada ciudad y cada público buscan forjarse un gusto propio que les preste una imagen distinta y, si es posible, superior. Es lógico, las aficiones tienen entornos diversos

Cada ciudad y cada público buscan forjarse un gusto propio que les preste una imagen distinta y, si es posible, superior. Es lógico que sea así, las aficiones surgen en momentos diferentes, tienen entornos sociales diversos, apadrinan a toreros con facultades dispares, y, como consecuencia, en Madrid, Bilbao, Pamplona, Bayona, Nimes o Sevilla, los gustos no son similares a la hora de apreciar el toreo. Es una suerte este amplio abanico de posibilidades y convendría mantener, mientras se pueda, estas peculiaridades locales. Tan triste serían unas plazas todas homogéneas a la hora de valorar una faena, como unos diestros todos toreando igual. Pero la aceptación de estas singularidades, no significa que no se puedan o deban comentar qué hay detrás de estos comportamientos de los espectadores.

En el caso sevillano, se ha intentado fomentar, en las últimas décadas, una visión que pone todas sus preferencias en los toreros artistas. Según este punto de vista, ahí residiría el gusto más específico de su afición: en mostrar suma sensibilidad para captar el duende de las faenas con arte, y, por tanto, había que entronizar a los toreros por su capacidad para transmitir tal tipo de sentimientos. Es una elección que ha funcionado y quizás todavía funcione, con buen número de apologistas y partidarios, y pocos detractores. En principio, encaja con una imagen de ciudad sensible que, al no poder ambicionarlo todo, ha seleccionado el rasgo del toreo que considera más propio: el artístico. Y, entrelazada con esta opción, figura otra: puesto que lo decisivo, en Sevilla, al torear es provocar una sensación artística, el toro debe ser un colaborador y no un contrincante para realizar labor tan esperada. El animal, por tanto, no importa que sea terciadito y que esté arreglado.

Cualquier aficionado un poco avisado, intuye que, con un planteamiento de efectos exclusivamente estéticos se consiguen ciertos logros interesantes. Por ejemplo, el merecido aprecio que se ha proyectado sobre un diestro como Curro Romero, perfecto representante durante décadas de la figura sevillana del torero artista. Pero también, esa opción incluye algunos efectos negativos de los que la plaza de Sevilla puede estar todavía resintiéndose. Uno de ellos fue el desinterés público por el ganado que, durante años, se convirtió en un dato accesorio, casi irrelevante, a la hora de confeccionar los carteles, proporcionándole al empresario y a los ganaderos una excelente coartada para hacer y deshacer según su mejor conveniencia, sin preocuparse de la opinión de unos espectadores pendientes, sobre todo, del destello del arte. Esta situación provocó resultados tan desastrosos, que, en las últimas ferias, se han visto obligados a intercalar algunas ganaderías que no colaborasen tanto con el diestro.

La peor consecuencia de esta apuesta reciente, tan pregonada, por el torero artista, ha consistido, sobre todo, en el olvido de la riquísima variedad de modelos existente en el inmediato pasado taurino sevillano. Sin necesidad de alejarse a los tiempos de Costillares y Pepe Illo, sorprende comprobar que, aunque no sea deliberado, al acentuar el aprecio por una forma de torear, se excluyen, de la memoria colectiva, otras muy valiosas. No hace todavía un siglo, Joselito era considerado la encarnación por excelencia del toreo sevillano. Y se trataba de un torero largo, lleno de facultades y con una inteligencia prodigiosa a la hora de dominar y lidiar las reses. Pero, lo más significativo, fue que su competencia con Belmonte -un torero tan distinto, pero también tan sevillano- se aceptó como un fenómeno incitante, complementario y no excluyente. Ver enfrentarse, en una misma tarde, sus dos formas de torear era una de las mayores ilusiones de un aficionado de la época.

Esta capacidad de integración (entre lidia y arte) de Joselito se ha mantenido latente en Sevilla. En su estela se podrían situar, con méritos suficientes, muchos diestros, pero sobre todo, por señalar el caso reciente de más injusto olvido: Paco Camino. ¿Cómo indagar qué tipo de mecanismos psicológicos se imponen, en la memoria colectiva de un pueblo, para que unos diestros perduren y otros queden postergados en el silencio? Es una buena pregunta, de respuesta nada fácil, si se recuerda el toreo que ejecutaba este diestro de Camas. Los aficionados de más edad, tendrán todavía presente su sabiduría dominando al toro, sus facultades tan completas para lidiar, su refinamiento transmitiendo también un arte depurado, sin concesiones al público. Sin embargo, el voluble capricho de las modas lo ha desplazado y ocultado como un modelo a seguir. Merecería un mayor reconocimiento del público sevillano. Pero un reconocimiento que no le viniera dado por esos homenajes, casi siempre patéticos, ni por esas aún más tristes, esculturas. El mejor premio a su nombre sería mantenerlo como un modelo de concepción del toreo, en el que se aunaron de forma perfecta lidia y arte. Él no fue solo un torero artista, era, y es, un torero largo y completo. Un ejemplo a exponer y, además, de Sevilla.

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