Una tumba

Si alguien quiere meditar sobre las enseñanzas del Eclesiastés -"todo es vanidad"- sólo tiene que ir a un cementerio

Uno de los lugares más desolados que he visto en mi vida es la antigua oficina salitrera Chacabuco. Está en medio del desierto de Atacama, en el norte de Chile. La oficina -una explotación de salitre a cielo abierto- cerró en 1940. Ahora es una ciudad fantasma. Aún se pueden ver los restos del parque infantil, la escuela, el cine y las miserables viviendas de los mineros. Pero lo más triste de todo es el cementerio. Hay unas cincuenta o sesenta cruces de madera de cactus y dos o tres lápidas de ladrillo. Eso es todo. Si alguien quiere meditar sobre la fugacidad de la vida y sobre las viejas enseñanzas del Eclesiastés -"todo es vanidad de vanidades"-, no tiene un lugar mejor en todo el mundo.

Pero el día de los difuntos ocurre un milagro en ese cementerio. O al menos ocurría cuando estuve allí, hace ya tiempo. Una viejecita se bajaba en la gasolinera de Carmen Alto, a cinco kilómetros de allí, e iba caminando hasta el cementerio. Llevaba una bolsa con coronas de flores de papel e iba dejando una corona sobre cada cruz. Aquella mujer no tenía familiares enterrados allí, pero no quería dejar solos a aquellos muertos. Eso decía: "No quiero dejarlos solos". Nunca se olvidaba de dejar una corona sobre una pequeña tumba que tenía esta inscripción: "A la memoria de Harry Sepúlveda Maturana. Falleció el dos de mayo de 1927, a la edad de nueve meses. Sus padres".

Mi amiga Vicky Saavedra, que vive en Atacama, me contó que había visto a la viejecita un par de veces más después del día que fuimos juntos a Chacabuco, pero no me ha vuelto a hablar de ella. La viejecita era sin duda muy mayor, a pesar de que caminaba muy ligera los cinco kilómetros de ida y los cinco de vuelta hasta la parada del autobús en la gasolinera (era el único edificio habitado en cien kilómetros a la redonda). Supongo que ahora ya no seguirá en este mundo.

El otro día, en el cementerio, me acordé de ella. Aquella mujer tan frágil, tan pequeña, tan obstinada, que llevaba flores de papel a un cementerio que estaba en medio de ninguna parte, para no dejar "solo" a un niño -Harry Sepúlveda- que había muerto en un lejano día de 1929, aquella mujer a la que probablemente nadie conocía ni había considerado nunca importante, aquella mujer diminuta y arrugada era uno de esos 36 justos de la leyenda que sostienen ellos solos la Creación. Sólo que ella sola valía por los 35 restantes.

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