EL mismo día en el que Dani Pedrosa conseguía en el circuito japonés de Motegi la victoria número 400 de los españoles en el Campeonato del Mundo, el motociclismo patrio cruzaba en Francia la última frontera que le quedaba por atravesar. En el circuito de Magny-Cours, Carlos Checa se alzaba a lo grande con el Mundial de Superbikes. Al toro le hacían falta solamente tres puntos para enroscarse al tronco la corona de laurel y no sólo los consiguió sino que dio un recital y ganó las dos mangas de la prueba. A lo grande, a lo campeón en una temporada inolvidable.

Arrinconada por la repercusión de MotoGP, la categoría de Superbikes siempre apareció en el calendario como la hermana pobre de las dos ruedas, el sitio al que acudían aquellos a los que se les hacía grande toda la parafernalia y la presión del gran circo de las enormes fabricas motoristas. Allí, con motos derivadas de serie -algo parecido aunque no igual, ni mucho menos, a lo que es actualmente la Moto2- iban y venían grandes nombres con o sin hueco en MotoGP. Nombres como los de John Kocinski, Colin Edwards, Max Biaggi, Carl Fogarty, Troy Bayliss...

Pero ningún español en el palmarés. Lo habíamos rozado hace casi una década con Rubén Xaus y su Ducati, pero se quedó a las puertas del subcampeonato. Hasta ahora, hasta que ha llegado Carlos Checa, uno de los pilotos que más se merecía un título como éste. Casi dos décadas después de su debut en el Mundial, el catalán recoge la cosecha que tanto tiempo sembró por los circuitos del mundo en todas las categorías. Sin suerte entonces y prácticamente por diversión y placer ahora, Checa sonríe al fin en lo más alto del podio y se hace un hueco en la historia al cruzar, por fin, la última frontera que quedaba virgen para el motociclismo español. Todo un honor.