¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El último alfarero

La conversión de las actividades tradicionales en espectáculos antropológicos es una de las pestes del siglo

Por Juan Parejo nos enteramos de que Antonio Campos, llamado el último alfarero de Triana, ha echado el cierre para irse al polígono El Manchón. Alguna vez estuvimos en su tienda-taller de la calle Alfarería, donde todo, incluido el propio artesano, era del color de las tégulas romanas y los botijos. Cortés era el fin de raza de un oficio que, en otros tiempos, fue muy principal para el arrabal. Hoy, las pocas tiendas que aún venden cacharros de barro, fundamentalmente a los turistas, se surten en pueblos lejanos. Sin embargo, la industria alfarera generó en su época una rica y peculiar burguesía trianera de la que aún quedan vestigios, como la Casa de los Mensaque (reconvertida en dependencias municipales), estirpe que era lo más parecido a los Rothschild que podíamos encontrar en la calle San Jacinto. Como consuelo ante tanta pérdida, en la antigua Cerámicas Santa Ana se levanta hoy un museo que recuerda a nativos y visitantes que Triana fue antaño la Chicago del fango.

Lo ocurrido en Triana no es nada nuevo y ha pasado en muchos otros barrios históricos europeos. La operación es sencilla y consiste en hacer lo posible para que una determinada actividad artesanal desaparezca de su distrito tradicional (subida de alquileres, normativas perjudiciales...); luego se hace un museo o -mucho peor- un centro de interpretación en recuerdo de la actividad extinta. Por el camino, unos cuantos han hecho caja (generalmente a golpe de negocios inmobiliarios y/o turísticos). Por su parte, los políticos pueden hablar en sus discursos de la "puesta en valor" de nuestro patrimonio y de la creación de empleo gracias al mangazo de los fondos europeos. Algún arquitecto también aprovecha para asegurarse el veraneo en Sotogrande o, si le va la cosa hippie, en el Palmar.

El Ayuntamiento y las guías se empeñan en contarnos una Triana que ya no existe. Provoca risa que se siga hablando de la Triana alfarera como una realidad, cuando hace ya décadas que pasó a la historia. No habría sido difícil promover una pequeña industria del barro de calidad, moderna y creativa. Había talento, conocimientos e historia. Sin embargo, se optó por un museo que recordase las glorias pasadas. La progresiva musealización de las ciudades europeas, la conversión de todas las actividades tradicionales del hombre en un espectáculo antropológico es una de las pestes del siglo XXI. Sevilla se parece cada vez más a ese lugar del que nos habla Italo Calvino en Las ciudades invisibles, una urbe donde los habitantes siempre están enseñando a los visitantes las estampas en sepia de su belleza perdida, pero al mismo tiempo fascinados por la autodestrucción. Hacía mucho tiempo que Antonio Campos era un animal exótico en Triana, un pigmeo embalsamado para disfrute de curiosos. Su marcha del barrio responde a la más pura lógica.

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