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Más allá de los rankings, resulta fácil comprobar la concurrencia de graves disfunciones que están socavando la estructura misma de la universidad española. La altísima precariedad de medios, la carencia paulatina del profesorado imprescindible para garantizar una enseñanza de calidad, el propio deterioro de los contenidos ofertados, la entronización de la vulgaridad y de la mediocridad como instrumentos que aseguran una generalización demagógica y yerma, conforman el presente de una institución que se aleja de la excelencia y traiciona sus seculares fines.

Frente a tan desolador horizonte, el sentido común aconsejaría redoblar los esfuerzos presupuestarios en aquello que constituye su verdadera misión: formar una élite del conocimiento, proporcionar a quien demuestre inteligencia y talento las oportunidades necesarias para su óptimo desarrollo, convertirse, al cabo, en locomotora de un saber que, aplicado, lidere el florecimiento de una sociedad culta, tecnológicamente avanzada y competitiva.

Lejos de tal propósito, la política universitaria española lleva décadas enredada en la trampa de una masificación que sacrifica al número, y a una supuesta y ficticia equiparación, toda la lógica del sistema. En esa errónea línea se encuadra la última idea de la Junta de Andalucía: ya no basta con que la selectividad no seleccione nada; tampoco con que, siendo una enseñanza voluntaria y no obligatoria, subvencionemos entre el 80 y el 90% del coste de cada plaza; ahora vamos al gratis total para quien logre la pírrica gloria del aprobado. Un paso más en la tenaz demonización del mérito.

Y es que la medida, aplaudida como progresista, en absoluto lo es. ¿Qué justifica, por ejemplo, que todos paguemos los estudios de quienes tienen recursos para sufragárselos? ¿Por qué la universidad le va a costar lo mismo a los nietos de Amancio Ortega que a los hijos del más humilde de sus empleados? ¿Ignoran acaso nuestras autoridades que hay métodos (préstamos, becas, etc.) que nivelan las posibilidades de acceso sin desincentivar el aprovechamiento ni propiciar aulas adocenadas? Y miren que la solución no me parece compleja: ni el dinero del rico inepto nunca debiera poder comprar un título, ni su carencia en el pobre capaz jamás debiera impedirle alcanzar la máxima cualificación. Cualquier otro planteamiento, además de arruinar vidas, entierra nuestro dinero en el insensato experimento de igualar lo inigualable.

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