La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Los valedores de la mentira

ASOMBRA la cantidad de mentiras que habitan la vida pública. La mayor parte de la política está llena de ellas, aunque no sean su exclusiva. Digamos que la mentira se ha instalado en el ambiente y ya penetra todos los ámbitos. ¿Cuáles son las razones de este fenómeno?

Las ideologías suelen ocultar la verdad. Aunque estemos en un período de crisis de las otrora visiones de conjunto, interpretativas de la historia y del hombre (el marxismo ha sido una de las más influyentes y duraderas), otras más pedestres han venido a sustituirlas, produciendo, sin poseer su misma grandeza, un similar falseamiento de la realidad. La ideología, producto de la mente de algún líder o pensador carismático, a veces de varios, promovida por sus adeptos, nos sirve para comprender las cosas; pero cuando no se reconocen sus límites epistemológicos, termina por negar la evidencia, si ésta no coincide con su interpretación.

Así sucede hoy en día con la ideología de género y su deconstrucción de la realidad sexuada del hombre, que niega datos objetivos y se inventa, eso sí con un equívoco aparato conceptual y terminológico, la que conviene a sus objetivos, tratando de imponer su punto de vista por diversos medios. Un problema mayor de las ideologías es que no sólo pueden equivocar a quienes las siguen, sino que, ayudadas, amenazan con contaminar a sus conciudadanos, haciéndoles creer que sus juicios constituyen la única comprensión posible, la certera, de la realidad.

Un segundo elemento que encubre la verdad reside en lo que podríamos llamar el espíritu de parcialidad o partidista, que ofusca la percepción de la misma en quien lo practica. Tiende a dejar de lado la verdad en aras de la defensa de los intereses del grupo, sea éste de la naturaleza que sea.

Aceptemos que la democracia exige que cada partido defienda su visión de las cosas y sus propias soluciones a los problemas. Viene dado por la naturaleza de la propia lucha política y por el objetivo de llegar al poder. Sin embargo, en su deseo prácticamente innato de singularizar su oferta y de aplastar al adversario, los adversarios utilizan permanentemente mentiras, incluso de forma compulsiva, que la tergiversan, a veces aun a sabiendas (algo debiera de rebelarse en el fuero interno de cada uno de los partícipes) de que las cosas no son como ellos quieren presentarlas. De nuevo, su efecto contaminante es evidente. Sucede como cuando cualquier ciudadano, a base de no hacer autocrítica, de obedecer consignas sin discernimiento, termina confundiendo la verdad con su propio interés o sentimiento, llegando a la postre a creerse sus propias mentiras.

Por último, el temor y la pusilanimidad. Miedo a que la defensa de la verdad y de la justicia provoque en un tercero, individual o colectivo, sobre todo si tiene poder e influencia, algún tipo de venganza o de rechazo, que pueda terminar afectando negativamente nuestros propósitos personales. Nadie estamos exentos de ese temor. A la corta se suele concluir resolviendo el dilema con el sacrificio de la verdad, en aras de la tranquilidad, el castigo o la evitación del riesgo. Tal es lo que parece haber ocurrido con la "faena de aliño" realizada con el juicio del 11-M.

Y, cómo no, la comodidad y la pereza que llevan al descompromiso, a crearse un mundo ficticio o buenista, como si el error no estuviese presente en él, para así evitarnos los trabajos que supone su descubrimiento y rechazo. Cabe pensar que la mentira siempre ha existido y no merece la pena el esfuerzo de su rechazo. Si todo el mundo miente, nos decimos, yo no voy a ser menos; de lo contrario, no jugaría con las mismas cartas y terminaría siendo yo el perjudicado.

La búsqueda de la verdad, incluso en la vida corriente, exige esfuerzo, perseverancia, fortaleza, ciertas dosis de soledad, y no todo el mundo está dispuesto a afrontarlos, a pesar de las satisfacciones que nos procura a la larga, frente a los sacrificios y riesgos del corto y medio plazo.

El problema de aceptar la mentira, las mentiras, es que a la postre terminan creando una especie de atmósfera irrespirable, una sociedad vulnerable y escéptica. Las pequeñas mentiras reiteradas forman un gran bulo, una mentira estructural de la que todos participamos, que termina por producir sus víctimas y nos hace menos dignos y honorables. El dominio de la arbitrariedad frente a la justicia acaba por imponerse, causando todo tipo de males individuales y sociales. Desgraciadamente, su triunfo tiene hoy a su favor la dictadura del "todo vale", la ausencia de conciencia de pecado y de un sano "temor de Dios", que tan espectacularmente se han instalado en el individuo y la sociedad españolas, incluso entre quienes debieran buscar la verdad y su justicia por encima de todo. Sin aplicarnos con decisión a su remedio no será posible instaurar la claridad.

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