María Luisa Ríos Camacho

Directora del colegio CEU San Pablo de Sevilla

El valor del tiempo

El tiempo no se debe discutir, ni exprimir. Tiene valor por el cúmulo de emociones que despierta

Todos los años, cuando el verano adormece, la salada resaca que deja el mar en el recuerdo se diluye mientras el atardecer gana la batalla a la luz del día. En ese intento de acomodación natural del tiempo es cuando se determina el cambio de horario, un rito estacional que viene justificado por un inicio de la jornada con menor oscuridad y por mantener un mejor aprovechamiento energético. Una decisión que se pretende sea consensuada pero que separa a los que la acogen con agrado de aquellos a los que les produce descontento, y mientras nos ocupamos en realizar encuestas tratando de escudriñar cuál es la opción más rentable, dejamos aparcada y ausente de valía la reflexión que debe provocar la única premisa del sentido del tiempo.

El valor del tiempo alcanza a llenar la memoria de recuerdos de una infancia perdida donde el reloj se paraba a mirarnos soñar. No había tardes cortas ni noches interminables, sólo el juego de la luz al ocultarse marcaba los días.

No hacía falta la prisa para llenar las horas de mil quehaceres, no estábamos ávidos del control del tiempo que nos impide saborear el placer de la experiencia, no era necesario porque la vida, a los ojos de la niñez, siempre es eterna.

Quizás sea ésa la razón por la que debamos exigirnos vivir el efímero instante del que hablaba Cernuda;

Eras instante tan claro…

Perdidamente te alejas…

Captar el momento al detalle como el objetivo nítido de una cámara que soporta para siempre la imagen deseada, ser conscientes de que lo relevante de cada minuto es poder sentir en la piel y en el alma que supimos darnos y hacerlo testigo de la admiración que nos produce cuanto nos rodea. El cuantificar las horas, estar atado a la tiranía de llenarlas sin paz, es entender que cuando se agoten y el grifo se cierre definitivamente, dolerá las veces que nos pasó desapercibido el color de la tarde o el olor de la mañana, que nos dará temor no haber invertido cada segundo en ternura y nos invadirá la incertidumbre, cuando la arena de esa playa de cristal ya no dé vueltas, de si habremos acumulado lo suficiente como para que Dios nos permita la felicidad de Su promesa.

El tiempo no se debe discutir, ni exprimir, ni ponerle precio. El tiempo se mide en sonetos recitados al primer amor, en los besos recibidos de la madre, en las veces que nos paramos a escuchar antes de hablar, en las sonrisas que regalamos. El tiempo tiene valor por el cúmulo de emociones que despierta la belleza y por el bien causado a quien nos importó y a quien se nos atragantaba.

Ni el sonido del tic tac ni las hojas del calendario marcan nada, sólo sirven para dar falso sentido a la permanencia de la prisa, a sacar rendimiento a nuestra ausencia de calma, a la necesidad de hacer más perdiendo tanto, o simplemente pueden servir de excusa para permitir que huyamos de nosotros mismos.

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