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La ciudad y los días

Carlos Colón

Las verdades más elementales

LEÍA con el habitual provecho el En tránsito que el compañero Eduardo Jordá dedicó al tratamiento televisivo del accidente de Barajas. Como profesor de la Facultad de Comunicación me interesó -en un sentido de preocupación- todo su contenido, pero especialmente las dos últimas frases: "Los reporteros gritones que perseguían a los familiares de las víctimas del accidente de Barajas no parecían saber muy bien si estaban en un tanatorio o en Port Aventura. O bueno, sí lo sabían: estaban en Port Aventura". Y aún me interesaron más las dos frases inmediatamente anteriores: "Cualquier campesino de África o de América del Sur, por pobre y por analfabeto que sea, sabe que hay algo sagrado en el dolor de una persona que acaba de sufrir la pérdida de un ser querido, y que por eso mismo no se la puede molestar ni humillar. Pero en la hipercivilizada Europa estamos empezando a olvidar las verdades más elementales de la vida".

En estas dos frases se apunta la clave que permite comprender, siquiera en parte, por qué quienes informan desde los escenarios de una tragedia se comportan como si estuvieran en un parque de atracciones: el olvido de las verdades más elementales de la vida. El conocimiento, a través de la experiencia, de esas verdades elementales permitía reconocer lo que de sagrado hay en el dolor de una persona, y respetarlo. Y ello sucedía también entre nosotros, no sólo entre los campesinos de África o de América del Sur. Hoy ellos lo conservan, y nosotros lo estamos perdiendo, si no lo hemos perdido ya.

Ese campesino pobre y analfabeto al que Jordá alude conserva, si la pérdida de su propia cultura no lo ha corrompido, una elegancia natural que se expresa a través del folclore. Piénsese, suelo decir a mis alumnos, en este hecho aleccionador: ninguna expresión folclórica es vulgar. Podrá estar más o menos elaborada; podrá haberse refinado apropiándose de elementos de la Alta Cultura en ese jugoso intercambio, que a la inversa también llenó de ecos populares las obras de Beethoven, Falla o Villalobos, del que nació la música popular tras la Revolución Industrial; podrá ser lo que sea, pero en ningún caso el folclore o la música popular con raíces será vulgar.

Por la misma razón por la que cualquier campesino de África o de América del Sur, por pobre y por analfabeto que sea, sabe que hay algo sagrado en el dolor de una persona que acaba de sufrir la pérdida de un ser querido, no existe la vulgaridad en la música que expresa los gozos y los dolores de ese mismo campesino africano o americano: no desconoce las verdades más elementales de la vida.

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