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cÉSAR ROMERO

Escritor

Hubo una vez una librería

Belén Rubiano nos cuenta sus aventuras como librera en 'Rialto, 11'

Hubo una vez una librería en Sevilla, en la plaza llamada del Rialto, aunque ya haga tiempo que el cine homónimo desapareció. También ha pasado mucho desde que esa librería cerró, tanto que Belén Rubiano, la librera allí establecida, por fin nos ha contado las venturas y desventuras de aquella aventura en un libro recién publicado que se lee de corrido y con una sonrisa permanente en los labios: Rialto, 11.

Hace pocos años Manuel Arroyo-Stephens, que curiosamente también fue librero, publicó un extraordinario libro de recuerdos titulado Pisando ceniza. En algún pasaje de su obra, tan cercana a ésta, dice que las cosas sólo les pasan a quienes saben contarlas. Es inevitable acordarse de esta cita mientras se lee Rialto, 11, porque de entrada puede creerse que a esta librera le ocurrían todas las cosas, de todo, pero no es así: es que sabe contarlas. Por eso pergeña una anécdota tras otra, aunque el texto trascienda el mero anecdotario y vaya dejando un poso en el lector, hecho de fogonazos que deslumbran y hacen pensar (hay algunas frases, dichas como al desgaire, que son oro puro en este tiempo tan proclive a bisuterías). Rubiano sabe contar con gracia las desgracias, pero no las ajenas, como ha hecho la mayor parte de la literatura española, desde Quevedo hasta Pérez-Reverte, sino las propias, como hiciera el gran Cervantes. Esta obra es tan cervantina que aun los episodios más desgraciados nos arrancan una sonrisa y consigue eso tan difícil cuando se lee una historia: que el lector acompañe al personaje y, como dijera Azorín, que también pertenece a este menudo grupo de autores, sienta como si fueran propios sus dolores.

En los 80 del pasado siglo se puso de moda la levedad, una de las seis propuestas que Italo Calvino hizo para la narrativa del tercer milenio. Muchos, arrimando el ascua a su sardina, pura raspa sin carne, pues no tenían nada que contar, la entendieron como oquedad. Y nos castigaron con tomos inanes, puro humo. Pero en verdad Calvino estaba proponiendo algo ya inventado: la ligereza, el saber contar con alas, sin plomo en los bolsillos. Hablar de las cosas más pesarosas con la privilegiada levedad que alivia los problemas y todo lo deja tocado con la varita de la alegría. Eso tan rarísimo es lo que hace Belén Rubiano contándonos sus peripecias al montar y cerrar su librería. Y por eso, aunque se infiere un ligero regusto a melancolía cuando se vuelve la última página y apena no poder salir corriendo a esa esquina de Rialto a darle las gracias a su autora, y encargarle tropecientos libros para que las cuentas cuadren y no esté abocada a traspasar, queda ese envolvente estado de levitación en que nos dejan los libros inspirados por la gracia literaria durante un lapso de tiempo que la pesada realidad querrá, sin conseguirlo, volver efímero.

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