Joan Manuel Serrat, el miércoles por la noche en la Real Maestranza de Sevilla.

Joan Manuel Serrat, el miércoles por la noche en la Real Maestranza de Sevilla. / Antonio Pizarro

MI infancia aún sigue viajando por sinuosas carreteras de Cádiz a Grazalema o Los Caños de Meca en un Seat 132 marrón chocolate mientras Camarón de la Isla canta Como el agua, acompañado por la guitarra inigualable de Paco de Lucía, en una cinta de cartucho de ocho pistas. Y es que la emoción que produce la música traspasa más sentidos que el del oído.

Pensaba en ello cuando Joan Manuel Serrat debutaba en la plaza de la Real Maestranza de Sevilla en la velada del miércoles, templo de la tauromaquia en la que se cortó anoche la coleta para el público sevillano, cuando comenzó a cantar Mi niñez, que estrenó el repertorio de su espectáculo de despedida El vicio de cantar 1965-2022.

Calculo que cerca de diez mil talluditos –supongo que otros tantos este jueves de regio luto– vibramos con esas canciones que yo aprendí a amar con los discos de vinilo del nen de El Poble Sec que mi madre atesora en su casa, que es la de mi infancia.

Serrat forma parte de la banda sonora que acompaña a la vida de millones de españoles. Conozco algunos que incluso se enamoraron oyendo sus poemas musicados al otro lado de la tapia de un parque junto al mar, mientras daba un concierto en el Cortijo de los Rosales. Y ahí siguen, escuchándole bajo las estrellas y sobre el albero cubierto de césped artificial que inauguró el festival Noches de La Maestranza.

A todos ellos, a mí también, aunque el tiempo y la ausencia aún no nos haya matado, las letras y la música de Serrat nos ayudan a ver aquellas pequeñas cosas que hacen que la vida merezca la pena y que están muy lejos de las peores pulsiones que aún mueven el mundo, sea codicia –de poder o riqueza–, lujuria o traición.

Y aunque sepa que sus canciones me seguirán acompañando mientras sienta, la certeza –al menos supuesta– de que no podré volver a verle sobre un escenario porque, como confesó, no tiene ningún interés de morirse en un escenario, me produce una sensación de melancolía entreverada con vetas de alegría.

Dos horas largas de recital dieron para reconocer al sabio que siempre fue –ahora lo es más–, cómplice para la libertad y adelantado a su tiempo, para rememorar a Antonio Machado y Miguel Hernández (ausente Mario Benedetti), para demostrar una vez más que de vez en cuando la vida, la música, afina con el pincel y hace que se nos erice la piel y nos faltan las palabras para expresar todo lo que sentimos y nos desgarra, aunque sea sin querer y sólo porque es caprichoso el azar.

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