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NI el PSOE ni el PP pueden cantar victoria. Las encuestas, a poco más de un mes de las elecciones, revelan que los populares siguen sin recortar los tres puntos y pico de ventaja que les sacan sus adversarios y que los socialistas no logran movilizar en torno suyo al electorado progresista más moderado para despegarse definitivamente. Definitivo no hay nada, al parecer, y el tiempo se acaba para los dos bandos.

La economía en desaceleración podría ser, en estas circunstancias, el factor desequilibrante de unas elecciones tan reñidas. Pero la verdad es que ambos partidos hacen análisis superficiales que poco aclaran a los ciudadanos que no estén entregados de antemano a Zapatero o a Rajoy, en puja desenfrenada de incentivos fiscales y ayudas para esto y para lo otro. Al PSOE, que ha comprendido demasiado tarde que la cuestión terrorista y el debate territorial, lejos de ser sus aportaciones más vendibles, eran sus flancos débiles, toda la energía se le va en negar la mayor (no hay crisis). El ministro de Trabajo, Jesús Caldera, comentaba ayer la nueva subida del paro: "Es coyuntural, pronto cambiará".

En el PP, el fichaje estrella, Manuel Pizarro, o proclama simplezas como que "hay que tomar medidas para que los precios no suban o suban lo menos posible" -¡que le den el Nobel!- o le da patadas a la campaña de Javier Arenas repitiendo el cuento de la Andalucía subsidiada. También ha sido sintomático en el campo popular el aparcamiento de la estrategia de la crispación, que no ha logrado traspasar el umbral tras el que se agrupan los propios simpatizantes del PP.

Ciertamente, esa estrategia ya ha cumplido su función principal, limitada pero relevante: la compactación del electorado. Tres de cada cuatro votantes del Partido Popular hace cuatro años ya tienen decidido volver a votarlo el 9-M. Los votantes socialistas son menos fieles, varios puntos porcentuales menos predispuestos a repetir la adhesión de 2004, tan excepcional por el contexto en el que se produjo. En los desleales de uno y otro lado, en los nuevos electores y en los votantes de las minorías instados a optar entre PP y PSOE está la clave de estas elecciones. En muchos casos se votará el mal menor; es decir, al partido que puede evitar el triunfo del que más desagrada, irrita o indigna (tres gradaciones de lo que podríamos denominar un voto a la contra).

Así las cosas, la suerte de los candidatos Rajoy y Zapatero se decidirá por asuntos tan disparejos y mutables como la guerra de los obispos, los debates en televisión, las actividades terroristas, el precio de la gasolina o las meteduras de pata en campaña. ¿Y los programas electorales? Ésos ya no se los cree nadie.

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