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La tribuna

Carlos Suan

La vulgaridad de la convivencia

Adistancia todos somos justos y benéficos. La cuestión se complica cuando esa distancia se reduce y acontece la convivencia. El convivir con otra persona no suele ocurrir por casualidad o por azar, sino obedeciendo al destino de cada cual, buscado más o menos reflexivamente. Pero cuando el momento de la convivencia tiene lugar, la realidad, aquello que se nos impone con independencia de lo que pensemos sobre ella, aparece fatalmente. No podemos estar continuamente disimulando, ocultando nuestra forma de ser verdadera. Con ocasión de arrimarnos a otra persona, haríamos mal en no manifestar nuestras manías. Porque lo malo no es la manía en sí misma considerada, sino elevarla a la categoría de elemento fundamental. Por tanto, las manías son admisibles en tanto que manías y mientras no se pretenda transformarlas en algo esencial. Se podrá, así, pedir un respeto para nuestras manías.

Mientras no se convive, la vida, aquello que nos ocurre y nos pasa y también lo que proyectamos, es llevadera. Pero esa vida cambia cuando empezamos a convivir con otra persona A tener en cuenta que la convivencia admite grados, no siempre acontece con la misma intensidad. Resulta entonces, y por lo que respecta a la pareja, que las vacaciones suponen una convivencia acentuada, y es conveniente no extrañarse de las dificultades que ello conlleva.

Si recurrimos a nuestras experiencias, éstas ponen de manifiesto que, en el seno de la pareja, aparecen las siguientes notas: es normal que surja una dependencia recíproca, y más normal todavía, que esa dependencia no se dé por igual entre ambos; además, se tiende a idealizar al otro; por último, y no es lo menos importante, la capacidad de soportar al otro no se reparte igualitariamente, suele ocurrir que uno tenga más capacidad que el otro, que uno quiera y que otro se deje querer. Por tanto, conviene estar avisado de lo que ocurre a distancia corta para no considerar fracaso lo que no es sino una consecuencia de no vivir a una distancia razonable.

Toda convivencia implica una conllevancia. Sin embargo, a pesar de que hablemos de conllevancia y dependencia, el hecho de convivir no tiene por qué suponer una disminución en la calidad de vida. Pero, eso sí, hace falta lucidez y magnanimidad (razonable empresa de cosas altas ), y no olvidar que la apertura a cotas altas de libertad exige una tensión, un estar en permanente estado de alerta frente a la pasividad y al abandono de sí mismo. Y sabemos, también, que todo estado supone morar y mantenerse en cierta actitud. El hecho de vivir juntos no puede suponer renunciar al proyecto vital de cada cual. Permanecer emparejados no implica cualquier clase de fusión o absorción por el otro. La presencia y la figura de éste ha de ser respetada, ha de permanecer. El sometimiento, cualquiera que sea el ámbito en que ocurra, siempre será rechazable. Vivir junto a otro, u otra, supone asociar a éste o a ésta a nuestras respectivas aspiraciones, proyectarlas recíprocamente. El que una persona no se conciba sino junto a otra no supone la desaparición de una de ellas. Sin embargo, la lucidez más arriba mencionada no supone ignorar que ciertas tareas pueden ser incompatibles con el hecho de vivir juntos.

Creo que la falta de lucidez es uno de los grandes enemigos de la convivencia, ya que puede hacer pensar que ésta no varía, que siempre permanece igual sin esforzarse. Es precisamente esa falta de lucidez la que lleva a no aceptar las contradicciones que necesariamente se producen en el seno de la pareja. Recordemos el antiguo verso: ni puedo vivir contigo, ni menos pasar sin ti. Hay que estar en guardia frente a la contradicción, para aceptarla, no para rechazarla.

Exigir una personalidad lineal no es razonable. Tampoco es cierto que haya personas de una sola pieza, ni siquiera que seamos iguales en todas las horas del día; a hora Tercia, no digamos a Laudes, solemos estar más agresivos que a Completas. El amor todo lo soporta y además no se irrita, al menos eso acostumbra a decir la Iglesia, citando a San Pablo. No rechazamos este punto de vista, pero seamos, también, lúcidos y magnánimos, lo que no parece que se indique a los contrayentes católicos. Incluso es deseable que seamos compasivos, pero advirtiendo que esta injustamente despreciada virtud se encuentra más allá de la justicia y más acá del amor. Este consiste en la voluntad de querer para alguien lo que se piensa que es bueno, así como ponerlo en práctica hasta donde alcance la posibilidad para ello (Aristóteles), es una vivificación permanente, creación y conservación intencional de lo amado (Amengual). Es la confirmación del otro en el ser, es el reconocimiento de la persona amada por ser lo que es y como es.

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