LA cifra que da título a este sueño esférico se refiere a los espectadores que acudieron al Barça-Real Sociedad. No era un partido homenaje a Txiki Begiristain o José Mari Bakero. Hablamos de una semifinal de Copa y con toda la emoción intacta de una ida. Objetivamente, no era un partido ordinario en el calendario azulgrana. Pero el hincha se lo tomó, más o menos, como si de la final de consolación del Trofeo Joan Gamper -cuando la había- se tratara.

Durante el taciturno partido, por las redes sociales y por las ondas radiofónicas se propalaba la denuncia del irresponsable horario. No era de recibo fijar a las diez de la noche, en pleno febrero además, un partido oficial en el Camp Nou. ¡Y toda una semifinal de Copa! Luego, en la sala de prensa, Martino avivaba el debate al asegurar, de forma rotunda, que él tampoco hubiera llevado a su niño al fútbol a esa hora de crápulas.

Y esa reflexión del argentino, tal como la oía, avivaba mi indignación por la creciente desigualdad de trato entre los dos colosos y los demás. Ha tenido que jugar el Barça a las diez, ha tenido que registrar esa paupérrima entrada su coliseo para que todos estallen. Para que el mundo descubra que hay mucha nocturnidad y no poca alevosía en ese horario. No sé qué habrán pensado los padres de familia de tantos estadios mortificados por semejante desmán.

Martino debería saber que, tras ese horario, hay más: el barcelonismo está muy mal acostrumbrado. Como el madridismo. Y a poco que el equipo juegue como un mortal más, aun ganando, se aburre. Es tal el privilegio, que dan la espalda a una semifinal de Copa ya de por sí desinflada desde que se configuraron los cruces hasta la final -otro fiasco de nuestros dirigentes- y los culés supieron que no había Madrid ni Atleti hasta la final. Si el City compareciera en unas semanas a las 22:00, seguro que iban más de 38.505 al Camp Nou. Pero la UEFA, a diferencia de la LFP, respeta al aficionado.