La tribuna

antonio Porras Nadales

I zquierdas

DICEN que uno de los grandes éxitos del pensamiento de la derecha, en la política y en general en el mundo contemporáneo, ha consistido en hacer que su visión de las cosas y su sistema de valores se convierta en un modelo común, compartido y aceptado por todos.

Es curioso, en este sentido, que una de las principales reivindicaciones actuales de la izquierda (desde los propios partidos hasta algunos de sus principales ideólogos, o incluso movimientos sociales de tipo radical) consista en criticar las altas remuneraciones que perciben ciertos dirigentes de entidades públicas o privadas: desde directivos de banca hasta responsables de grandes empresas o corporaciones. Se considera inmoral que, con la que está cayendo, alguien cobre por su trabajo cantidades exorbitantes, especialmente cuando hay por medio recursos de carácter público.

Sin embargo, para la vieja izquierda del siglo XIX, la del propio Carlos Marx y sus discípulos, ese no era el auténtico problema. El problema consistía en la existencia de propietarios capitalistas que, por el simple hecho de ser detentadores de los recursos del capital, percibían grandes cantidades sin aportar ningún esfuerzo de su propio trabajo. Hoy parece en cambio que esos capitalistas, multiplicados en los circuitos mundiales de la especulación financiera, están tutelados por un velo de inmunidad y de legitimidad, de tal forma que nadie discute sus ingresos, ni son conocidos, ni nos resultan problemáticos ni afectan lo más mínimo a nuestra sensibilidad. Lo que criticamos son los salarios y gratificaciones que perciben los directivos bancarios, o algunos dirigentes públicos, pero no el reparto de beneficios procedentes del capital que realiza, por ejemplo, una determinada entidad bancaria; unos beneficios que perciben sectores sociales ociosos y que nos parecen plenamente legítimos. ¿Es éste un argumento de izquierdas o de derechas?

Personalmente nunca me ha ofendido que alguien cobre una gran cantidad de dinero por su trabajo, si éste resulta ser muy valioso. Que un premio Nobel o un gran investigador, un escritor famoso o un director de cine cobren grandes cantidades por su trabajo no es más que un reconocimiento al mérito de su esfuerzo y al gran valor que éste tiene para todos. Y del mismo modo puede suceder con los directivos de grandes empresas o corporaciones. Pero hay un cierto colectivo de personas que perciben grandes ingresos como rentas de su capital sin haber aportado ningún trabajo o esfuerzo para obtenerlo. Para la izquierda clásica, la del siglo XIX, ése era justamente el problema, ahí es donde residía la clave de la explotación y la desigualdad, el argumento fundamental sobre el que se montaba, en la economía capitalista, la explotación del hombre por el hombre y la dialéctica de la lucha de clases.

En cambio, en la actualidad, no parece haber nadie que critique ni se rasgue las vestiduras por lo ingresos procedentes del capital, obtenidos sin ningún trabajo ni esfuerzo; consideramos que se trata de algo socialmente legítimo y plenamente aceptado. Ningún colectivo radical expresa su protesta, ningún líder de la izquierda acusa, ningún periodista o ideólogo agita conciencias o llama a la indignación de las masas. ¿Qué pensaría el viejo Carlos Marx si levantara la cabeza? ¿Cómo puede ser que critiquemos las migajas del pastel, que se reparten los directivos de las empresas o corporaciones, y nos olvidemos de la auténtica sustancia, que va a parar a manos de los detentadores del capital?

Resulta curioso que el foco de luz y de transparencia se sitúe ahora sobre los ingresos procedentes del trabajo mientras que las rentas que proceden del capital estén amparadas por la más rigurosa opacidad. En el primer ámbito se proyecta la crítica y la indignación, se formulan y discuten propuestas reformistas, mecanismos de control, normas que establezcan límites a las cantidades percibidas. En cambio, en el segundo ámbito, el de las rentas del capital, las aguas fluyen ocultas y subterráneas y nadie revisa, discute, critica o promueve reformas. De esta manera llegamos a la paradójica conclusión de considerar como plenamente legítimos los ingresos procedentes del capital, sea cual sea su cuantía, mientras todas las sospechas de ilegitimidad se vuelcan sobre los ingresos procedentes del trabajo si rebasan ciertos niveles mínimos o socialmente tolerables.

La duda de si esta visión de las cosas es de izquierdas o de derechas, progresista o conservadora, se convierte en uno más de los elementos de confusión del mundo que nos rodea.

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