Salvador León

Llanto por el cine Alameda

Antes de que la Alameda se convirtiera para mí en un lugar de largas noches y vasos apilados, fue una explanada soleada a la que acudía con mis padres algún domingo para tomar un helado o ver una peli. Si lo que se terciaba era ir al cine, una opción se erigía como ganadora imbatible.

A pesar de tener cerca el siempre colosal y romántico teatro Cervantes, el cine Alameda era mi alternativa favorita. Los asientos incómodos, el sonido mejorable y los neones de antaño de aquel pasadizo con diminutas taquillas presagiaban lo que luego se hacía manifiesto: que espacio y tiempo no iban emparejados en aquel lugar.

Entrar en el cine Alameda, el primer multicines de Sevilla, era viajar automáticamente a los años ochenta. Allí vio mi padre el estreno de En busca del arca perdida y de E.T., para la cual vendieron demasiadas entradas y tuvo que sentarse en las escaleras. Allí vi por primera vez una película de Woody Allen: Magia a la luz de la luna, que, a pesar de no ser una joya particularmente brillante dentro de la colección del neoyorquino, me voló la cabeza: Colin Firth te decía a la cara que la vida no tenía sentido, que íbamos a morir más pronto que tarde y que el camino estaba plagado de amargura y decepciones, así que más valía engañarse si deseábamos tener una estancia más o menos apacible.

Sin saberlo, aquellos instantes eran el preludio a la gran voltereta de mi vida. Al año siguiente repetí la cita alleniana con Irrational Man y volví al Alameda a reencontrarme con Emma Stone, de la que me enamoré en la primera película. Las primeras revelaciones existencialistas se alternaban con excursiones con mi hermano y mi prima para ver Noche en el museo 3, aunque tal vez mi primera vez en el Alameda fuera aquella en la que fui con mi madre a ver Nowhere Boy. En una escena que vería completa años más tarde, un varonil y fumador Aaron-Taylor Johnson en la piel de John Lennon metía mano a Ophelia Lovibond cuando mi madre me tapó los ojos. Con la vergüenza absurda de que alguien me hubiera visto retiré la mano: “Ya me los tapo yo”.

Aunque imagino que la cinta no resiste un análisis honesto, aún conservo en la memoria fotogramas intactos. Aquellas oscuras paredes son a la memoria sentimental de mi infancia y primera adolescencia lo que a mis inicios cinéfilos son la filmoteca del Cicus o las películas en VOSE del Avenida.

A pesar de la bacanal de salas de Nervión o Los Arcos, a los que fui de manera mucho más asidua, es del Alameda del que mayor número y más dulces recuerdos conservo. Su cierre y reconversión en hotel de lujo en una era en la que las ciudades monumentales se convierten en inmensas suites sin cabida para los lugareños deja en orfandad a los cientos de miles de recuerdos que tandas de generaciones forjaron en esas míticas cuatro salas. Eran otros tiempos, en los que el cine formaba parte de la vida, en los que la vida formaba parte de las ciudades. 

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