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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

Son las ocho de un atardecer cualquiera de los días que llevamos de primavera de este año 2020 y es la hora del aplauso como signo de agradecimiento a todo el personal sanitario que desde hace un mes atiende a todas esas personas enfermas y afectadas por el Covid-19. Saben que arriesgan su propia vida, porque no cuentan con la mayor de las protecciones, pero dan respuesta a esa vocación que han recibido de velar por la vida de los demás.

Junto a ellos, cada tarde me acuerdo de todos aquellos profesionales y voluntarios que, en estos días, también hacen un esfuerzo extra para que el resto de los ciudadanos estemos bien, especialmente Policía, Guardia Civil, repartidores, personal de supermercados, agricultores y un largo etcétera que en nuestro corazón también son merecedores de dicho aplauso. Para los más pequeños de la casa, aplaudir también forma parte de su rutina diaria. Algunos piensan que mientras más aplaudan, antes se irá el virus, y lo hacen ilusionados, con una ingenuidad propia de su edad.

A ellos se les priva de ver a sus abuelos, así como de ir al cole y de jugar en el parque con sus amigos, pero tienen clarísimo que lo mejor es que todos nos quedemos en casa. A pesar de su temprana edad, han comprendido tan bien el mensaje y lo tienen tan asimilado que me surge una duda: ¿por qué no todos cumplimos el confinamiento a rajatabla?

Si se supone que es la forma más eficiente de vencer al coronavirus y nos lo han propuesto como solución, ¿por qué hay algunos integrantes del Gobierno de España que se han saltado la cuarentena? ¿Por qué algunas personas tratan de atraer la atención de los demás sacando a pasear a un perro de peluche? ¿Por qué no valoramos a todas las personas que no pueden quedarse en casa y les reconocemos y facilitamos el encomiable trabajo que están realizando? ¿Nos hemos planteado que, si ellos tiran la toalla, las dificultades serían mayores?

Junto a todo esto, hay algo que me parece preocupante, y es la frialdad con la que en innumerables ocasiones se tratan las vidas humanas, porque decir que que tantos miles de personas es la cifra que hoy representa el número de los que no han sobrevivido a la enfermedad resulta absolutamente sobrecogedor.

Miles de personas que pertenecen a miles de familias rotas por el dolor y destrozadas por la herida que supone perder a una persona a la que quieres y a quien la mayoría de las veces no has podido decirle adiós. Ya está bien de no darle valor a las personas que en muchos rincones no tienen voz o, mejor dicho, que hemos apagado su voz, y estoy hablando de los mayores, de los inmigrantes, de los sin techo, de los discapacitados, pues para Dios todos somos iguales. Por eso, hoy, cuando salgas a aplaudir, acuérdate también de aquellos que tanto nos han dado y cuyas enseñanzas son el mayor regalo con el que la vida nos ha agasajado. 

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