Cuando los intereses particulares actúan contra el interés general, los vicios públicos alcanzan la fuerza suficiente para debilitar las leyes y las instituciones. La corrupción de la sociedad invade al Gobierno. Aparentemente, se obedecen las leyes para así poder infringirlas con mayor seguridad. Las leyes se vuelven tan funestas que más valdría que no existieran, ya que sería el último recurso al que acudir. Entonces se promulgan inútilmente edictos y reglamentos que solo sirven para añadir nuevos abusos.

El precio de la virtud pasa a ser, ahora, el bandidaje y los hombres más viles son los más acreditados, a pesar de compran el favor de los dirigentes y a la justicia. Y el pueblo murmura y clama, gimiendo: “Todos mis males vienen de los mismos a quienes pago para que me protejan”. 

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