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Llevamos la mayor parte de 2020 sufriendo las consecuencias políticas, sociales y económicas del virus Covid-19 el cual, según nos cuentan, ha llegado para quedarse. Lo cierto es que la deriva institucional que sufrimos no genera ninguna sensación de unidad en la amalgama de opiniones que se desprenden de negacionistas y sus contrarios y no menos desconcertante es la ciega confianza con la que defensores y detractores de las acciones sanitarias defienden o rechazan cada una de las medidas que se toman por el Gobierno.

Uno de los vaivenes en las discusiones entre negacionistas y afirmacionistas es el uso de la mascarilla sanitaria. Su obligatoriedad en la vía pública se ha convertido ya en una realidad presente para todos los españoles, al igual que las acaloradas declaraciones sobre sus efectos positivos o nocivos para la salud.

En cualquier caso, y como español residente en el extranjero desde hace más de un decenio, me surge una pregunta para la que no encuentro ni una sola respuesta: ¿cómo es posible que en Suecia, país en el que resido, la vida continúe prácticamente igual a como lo era antes de la llegada del Covid-19 y el uso de la mascarilla sea tan residual que brille por su ausencia? Además, el número total de fallecidos desde el comienzo de la crisis sanitaria hasta el día de hoy en términos absolutos difiere en unas 500 personas en relación con el mismo periodo del año 2018, por poner sólo un ejemplo.

Doy clases en dos escuelas de secundaria en las que tengo contacto directo con más de 200 alumnos (ni uno solo con mascarilla) y en las que el Covid-19 ni se teme, ni se desprecia. Los restaurantes o cafeterías de Estocolmo no cerraron en ningún momento durante los meses más crudos de la crisis y los ciudadanos se comportaron ejemplarmente respetando tanto las medidas de seguridad como las recomendaciones básicas de higiene presentadas por los expertos sanitarios.

Debo reconocer que he sentido una gran envidia del comportamiento ciudadano del pueblo sueco en lo que respecta a su respuesta a la acción política y a las decisiones del Gobierno.

He comprobado que los políticos pueden desempeñar la función para la que fueron elegidos sin miedo a ser condenados por sus acciones y que los expertos pueden poner en práctica su conocimiento sin que por ello se les exija el acierto divino en cada una de las medidas que proponen.

Pretendo dejar entrever que la unidad de un pueblo con sus dirigentes conduce a una imparable fuerza social y que la claridad, la sinceridad y la honradez de los ciudadanos, así como la huida de posiciones extremas y absolutas, es la mejor de las vacunas contra cualquier virus que nos aceche. 

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