Tribuna

javier gonzález-cotta

Escritor y periodista

¡Carril guiri ya!

¡Carril guiri ya! ¡Carril guiri ya!

¡Carril guiri ya!

Con la llegada del estío, la pestilencia se propaga por entre los palazzos y canales de la vieja dama lagunera. Y, sin embargo, la moribundia de Venecia, que pierde al año unos mil residentes, se sigue celebrando por todo lo alto. El turismo de masas continúa degradando aquella civilización que hicieron posible el capricho del agua y la codicia.

El alcalde Luigi Brugnaro ha colocado unos tornos que restringen el flujo de turistas en enclaves saturados como el Puente de los Descalzos. Algunos vecinos han protestado porque la medida convierte a Venecia en una reserva. De igual modo en Italia, en la costa opuesta de Liguria, se ha vetado también el tope de turistas que en verano pueden visitar los pueblecillos de Cinque Terre que, como castilletes de colores, se alzan sobre los roquedales y acantilados que caen a pico sobre el mar turquesa.

Lo cierto es que en muchos lugares saturados la ira clandestina o ya abierta y declarada contra el turismo masivo no deja de crecer. El mal veneciano está llegando ya a otras ciudades que se han convertido en relicarios de bisutería (digamos que a menudo con la complacencia de sus regidores y habitantes). Millones de turistas se pasean por sus calles como cuerda de presos. De ahí las cajitas de bombones de Dubrovnik o Praga, que reflejan ese paisaje de mampostería con el que se lamina toda esencia histórica y monumental.

La sobredosis de visitantes en las ciudades turísticas tiene muchas variantes añadidas. Citemos si no el ya típico turismo para despedidas de solteros y solteras, que tanto colorido y tanta simpatía regalan allá por donde pasa la comitiva con su megáfono de aire sindical y su corifeo de tontos y tontas. No hay fin de semana que uno no compruebe que para la memez no existe la desigualdad de género.

Se suele negar que en algunas ciudades andaluzas se esté incubando cierta inquina hacia el turismo masivo. Incluso, más allá de la inquina, uno va percibiendo ya cierta tensión civil entre nativos. Sufridos residentes y mercaderes de la gallina de los huevos de oro tardarán poco en insultarse o en llegar a las manos bajo el agua pulverizada de un restaurante típico-tópico.

La famosa turismofobia está rozando ya a ciudades supuestamente acogedoras con el extranjero (en el ámbito del negocio se reseña esta virtud bajo la etiqueta de destino friendly). Hablamos de Granada o Sevilla. Con un 17,7 por ciento, la capital granadina soporta el nivel de presión turística más alto de España (la presión turística mide la ratio de visitantes según el número de residentes y la superficie del destino turístico elegido). Leemos en Granada Hoy que la turismofobia aún no ha estallado visiblemente en el oriente nazarí (de lo que podría deducirse que está a punto de ebullición).

Por todos es conocida la irritación que causan los pisos turísticos entre quienes aún viven en las mazmorras de los centros históricos. Lo que es una amenaza no es el alojamiento alternativo, sino la falta de una regulación precisa y punitiva contra los excesos. Bajo el ebrio ocaso de Oporto, junto al pan de oro de las aguas del Duero, dedujimos hace poco que debíamos volver a casa. Vimos la ya clásica y universal pintada Tourist Go Home!

El caso es que el nativo local no detecta nunca que el turismo repercuta en la mejora de su urbe. En su libro Exceso de equipaje Pedro Bravo explica la hartura del ciudadano medio que sufre la brasa del turismo cotidiano. Hasta el 50 por ciento de los gastos del turista se lo quedan los turoperadores.

Como es sabido la revista viajera Lonely Planet eligió Sevilla como destino favorito para 2018. Y, recientemente, TripAdvisoranunció que la Plaza de España es el segundo monumento del mundo más valorado por sus clientes tras el templo hindú de Angor Wat en Camboya (lejos quedan los añorados tiempos de Pol Pot).

Se supone que todo sevillano está de fiesta con tantos honores. Pero no es el caso de buena parte de sus aborígenes. Hasta ahora han permanecido silentes, esquivando veladores, soportando la música de acordeón o el infame guitarreo que amenizan la supuesta velada en las calles ruidosas. O, como suele ocurrir, driblando turistas torpones, que causan estorbo y obturan el tránsito. Y lo mismo da si nos topamos con familias regladas y felices, con parejas amarteladas o con partidas de taiwaneses o de germanos que atienden a la audición del guía formando un corro detrás de otro y otro.

Uno diría que el enfado por el turismo masivo es cosa transversal (por decirlo en el modo político al uso). Gentes de diversa condición sufren el problema en su quehacer diario. De hecho se ha creado en la capital andaluza el Colectivo-Asamblea contra la Turistización de Sevilla (Cactus). De momento prefieren hablar de turimosqueo en vez de turismofobia.

Han aparecido ya pintadas que piden con cierta gracia un carril para turistas: ¡Carril guiri ya! Esperemos que no pierda su gracia por culpa de una desgracia. Al tiempo.

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