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Tribuna

Guillermo Díaz Vargas

Arquitecto

Diálogo, ¿para qué?

Lo del diálogo es pura filfa para evitar reconocer que el conflicto sólo puede resolverse mediante la aplicación de la fuerza por parte del Estado o mediante la renuncia a esa facultad

Diálogo, ¿para qué? Diálogo, ¿para qué?

Diálogo, ¿para qué? / rosell

No siempre se discute para convencer de que se tiene razón. A veces se sale a la palestra a ver si hay alguien que le haga a uno la caridad de probarle que se equivoca. Y éste es el caso de lo que ahora sigue, porque por más vueltas que le doy a la cuestión, no veo solución satisfactoria al problema planteado por los secesionistas catalanes y al órdago del procés.

Por lógica no parece haber más que dos salidas al asunto:

a) La admisión de la soberanía de Cataluña sobre el territorio de su actual comunidad autónoma y, consiguientemente, la pérdida de la soberanía española sobre esa parte de su territorio.

b) La inadmisión de la soberanía de Cataluña sobre su región y, por consiguiente, el mantenimiento de la soberanía española sobre la totalidad de su territorio.

No hay desenlaces intermedios. La posibilidad de incrementar las competencias de la Generalidad de Cataluña, y sus ingresos presupuestarios, a costa de los del resto de España, tampoco es solución, es una variante del supuesto (a). Supondría ir concediendo la independencia a plazos, patear el balón a la grada para tenerlo de nuevo en el mismo sitio al minuto siguiente. De ahí venimos.

Por tanto, no hay nada que dialogar. Todo ese mantra del diálogo es pura filfa para evitar reconocer que el conflicto sólo puede resolverse mediante la legítima aplicación de la fuerza por parte del Estado o, alternativamente, mediante la renuncia a esa facultad, que equivaldría a la rendición frente al desafío independentista.

La aceptación de tal sedicente diálogo es, cuando menos, una temeraria fuga hacia adelante de la izquierda, ganadora en precario de las elecciones, impulsada al vacío por su aversión recíproca con las derechas perdedoras. Pero también, ir más allá y ser, o devenir, un subterfugio para disfrazar de pacífica civilidad la rendición de una de las partes. Y, por los síntomas, es de temer que ésta vaya a ser la española.

Y lo es por el contraste entre el descaro de los secesionistas en adulterar el lenguaje a favor de sus desafueros, y la pusilanimidad con la que desde la legitimidad constitucionalista se admiten sus mixtificaciones. A las acostumbradas distorsiones de identificar urnas con democracia, al margen y por encima de las leyes democráticas, y de insistir en llamar presos políticos a los políticos presos, se añade ahora la persistencia en dos falsas equivalencias:

1. La que se establece entre diálogo y acuerdo, pasando por alto que hay diálogos en los que no se llega a ninguna conclusión o a ningún acuerdo sobre la cuestión discutida.

2. La que se establece entre política y paz. "El problema es político, y requiere una solución política", se dice, violando de nuevo la semántica para imponer esa identidad entre política y paz, y la contraposición entre política y justicia. Con lo segundo se pretende exonerar a los políticos presos por sedición, y con lo primero pasar por alto que la guerra también es política.

Hay, pues, un diálogo antes del potencial Diálogo, en el que se está tratando de empezar por las conclusiones, y de colocar trampas en el terreno de juego. Para quien no quiera verlo está el ejemplo evidente de la exigencia de una discusión de igual a igual entre Gobierno central y Gobierno autonómico. Obviamente, si el Gobierno español lo admitiese, ni siquiera tendrían que sentarse a negociar, ya habría concedido lo que quieren.

Pero la realidad es tozuda, y no va a modificarse por más que se pretenda cambiar el significado de las palabras y, con éste, la percepción y entendimiento de aquélla por la opinión pública. Claro está que con esa maniobra puede lograrse engañar a muchos y sacar ventaja en la confrontación partidaria, y que esa parece ser una tentación irresistible para la mayoría de nuestros políticos, pero no menos claro es que puede conducir a desastres peores que el que se intenta soslayar.

Por eso, insisto, quisiera equivocarme en esto, pero no se puede pensar lo que uno quiere, el pensamiento es cautivo de la realidad, está atado a ella. Decía Gustavo Bueno que el pensamiento no es libre, que eso de la libertad de pensamiento es cosa de ignorantes. Pitágoras, explicaba, no podía elegir su teorema, sólo si publicarlo o callarse. La opinión sí puede ser libre, el pensamiento, no. Y, a veces, lo que el pensamiento nos enseña sobre las cosas resulta tan decepcionante, que el error se torna en esperanza y se desea que alguien nos refute. Si alguien lo hace con lo que aquí digo, le quedaré agradecido.

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