Tribuna

Víctor J. Vázquez

Profesor de Derecho Constitucional

Elogio del bar, vituperio del gueto

Un lugar sectario no puede ser un bar. Será a lo sumo un club; no tendrá, en definitiva, ni la vis atractiva ni el prestigio moral de la fraternidad

Elogio del bar, vituperio del gueto Elogio del bar, vituperio del gueto

Elogio del bar, vituperio del gueto / rosell

No es fácil definir lo que es un bar, más allá de lo obvio, es decir, que como lugar físico, un bar es aquel establecimiento que vive dando de beber y de comer al personal. Pero la metafísica del bar, de un bar en España, la definición de sus propiedades éticas constitutivas y de sus principios, requiere de una mayor capacidad de abstracción. Digamos, de un cierto talento poético. No es casual, por ello, que la mejor definición que haya escuchado nunca del bar como espacio metafísico provenga de un poeta, y se produjera tras una peripecia que vale la pena resumir. El mencionado poeta es el muy querido Pepe Serrallé, con quien compartí vecindario en el céntrico barrio sevillano de la Alfalfa. Es fácil toparse al escritor por esas calles, y yo, como otras muchas jornadas, lo hice un mediodía cuando iba de vuelta a casa tras comprar un flamante cartón de huevos. Irresistible en sus tentaciones, el poeta me convenció para, sin salir del barrio, tomar una cerveza rapidísima antes de recogerme. Hay que decir que Serrallé, orgulloso hijo de sastre, se autoimpone una estricta ética en el atavío, y viste siempre con una elegancia proverbial e innegociable. Aquel día, en concreto, lucía una blazer blanca y cruzada, adornada con un pañuelo estampado en la solapa. Por el contrario, yo, sorprendido en una rápida escaramuza para hacer compra, portaba una infame indumentaria que sólo con mucha generosidad llegaría a superar el umbral machadiano del torpe aliño, y a cuya precariedad añadía un toque grotesco el adorno floral del cartón de huevos. La cuestión es que aquella mañana se complicó, y en encomiable exaltación de la amistad, el poeta, yo y los huevos, recorrimos primero nuestro barrio y luego otros barrios vecinos, de bar en bar, él con su blazer cruzada, yo con mi disfraz de Pumuki. Lo cierto fue que, en la ruta, según íbamos adentrándonos en la noche, traspasando las distintas capas de la ciudad, era el blazer de Pepe y no mi desaliñado ropaje -sobrevenidamente cool- lo que desentonaba entre los parroquianos de los distintos garitos. En cualquier caso, las distintas tribus urbanas, que son urbanas mucho antes que tribales, lejos de malencararse, rindieron como es de ley culto al poeta y a su blazer cruzado. De vuelta a nuestro barrio y a nuestra casa, con el cartón de huevos intacto y antes de que nos delatara un sol inocente, Serrallé me hizo balance de la inesperada expedición, y al subrayar la encomiable tolerancia y el espíritu integrador del parroquiano sevillano, esbozó esa definición metafísica del bar que antes anunciaba: un bar es un territorio neutro, sentenció el poeta.

En la época que atravesamos, donde la red, espejito mágico, siempre está presta para ratificar que no hay tribu intelectual más maravillosa que aquella de la que formamos parte, esta idea de territorio neutro se tratará para muchos de una idea denigrada por relativista; ya que un territorio neutro no sería otra cosa que un lugar vendido, vacío de valor, un lugar que no toma partido. Nada más lejano de la realidad. Los bares -como la tolerancia- lejos de ser exponente de claudicación son un triunfo de la sabiduría, y no se erigen sino sobre la afirmación de ciertos principios que no pueden ser objeto de transacción. Uno de ellos, sin duda, es el de que para la alegría, como para toda buena causa, no puede reservarse nadie el derecho de admisión, frente a aquellos que honestamente quieran ejercerla y compartirla. Un lugar sectario no puede ser un bar. Será a lo sumo un club; no tendrá, en definitiva, ni la vis atractiva ni el prestigio moral de la fraternidad. Carecerá también de ese sano y encantador escepticismo hacia uno mismo y hacia la propia identidad, que es también imprescindible para que germine aquella virtud cívica de la inteligencia a la que llamamos sentido del humor.

Muchas causas nobles se han librado contra el puritanismo, por lo que no deja de ser una aporía que esas mismas causas puedan denigrarse en manos del propio celo puritano. Los lugares de la virtud política, lugares fraternales, no se conquistan para el narcisismo ideológico de sus hacedores, sino como hogar moral de pasión compartida entre el mayor número posible de diferentes. Y es que la grandeza de espíritu es incompatible con la aspiración al gueto vanidoso y al afán inquisidor. En definitiva, no hubiera sido digno de regentar un gran bar en la Alfalfa, aquel tabernero que, en vez de darme fraternalmente la bienvenida a su casa, me hubiera espetado, por ejemplo: la genealogía de mi oficio proviene de los cantineros de la vieja Híspalis, y mire bonito… usted no puede entrar aquí como uno más, con ese aspecto propio del hombre no romanizado.

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