Tribuna

Manuel ruiz zamora

Filósofo

Evidencias ideológicas

Evidencias ideológicas Evidencias ideológicas

Evidencias ideológicas / rosell

El periodismo guarda algunas similitudes con la ciencia. Ambos aspiran a alcanzar ese ideal regulativo que llamamos verdad. Ambos tienen los hechos como piedra de toque. Ambos albergan, o deberían albergar, un componente de falsabilidad. El periodista, como el científico, está obligado a investigar, a contrastar y a desechar, si así se tercia, todo aquello que no se adecue a la verdad. Por eso resulta tan perversa y peligrosa la figura del periodista que pone su entendimiento, por decirlo en términos kantianos, al servicio de una ideología, que es también la antítesis de la ciencia.

Desgraciadamente, existe poco periodismo científico en nuestros días. De la misma forma que, según Nietzsche, todo poeta es, lo sepa o no, esclavo de una metafísica, el periodista, en los tiempos que corren, suele profesar a sueldo de una u otra ideología. Donde debiera haber voluntad de saber, tan solo encontramos una determinación férrea de no dar a torcer las propias creencias. De ahí la reacción furibunda que provoca el hecho de que alguien se atreva a reclamar pruebas científicas. No es que la profesión periodística se haya vuelto deshonesta, es que se ha vuelto vaga. Refractaria a cualquier forma de rigor intelectual y corroboración empírica.

En este mismo periódico se ha publicado un artículo que con el título de Evidencias Científicas arremetía implacablemente contra la Consejera de Igualdad por haber tenido la insolencia de reclamar pruebas que demuestren la existencia de la llamada brecha salarial, es decir, ese hierro de madera del que nadie tiene experiencia y que consistiría en recibir, según el sexo al que se pertenezca, distinta retribución por un trabajo exactamente igual. "Reclamar evidencias científicas -afirma Teodoro León Gross, autor del artículo - tiene una pátina de respetabilidad, ya que uno parece aspirar al rigor del conocimiento, pero cuando se piden evidencias científicas de algo obvio no demuestra rigor sino ignorancia o mala fe. Si alguien pide evidencias científicas de que la tierra es redonda solo demuestra ser un gran cretino".

Digamos, para empezar, que el término cretino para referirse, aunque sea por analogía, a una mujer, sería, si compartiéramos paradigma ideológico con Gross, una muestra inaceptable de machismo que muchas feministas se habrían apresurado a denunciar, eso sí, siempre y cuando se hubiera aplicado a alguna miembra de su mismo signo político. Es uno de los rasgos del feminismo moderno, que, como nos ha hecho ver Carmen Calvo, es profundamente selectivo. Pero vayamos a lo esencial: en realidad, habría que aplicar el argumento de Gross de modo invertido. Si por algo se ha caracterizado siempre la ciencia es precisamente por dudar de aquello que se da por cierto y que como tal es admitido por quienes se conforman con una forma de verdad convencional. En virtud de ello, por ejemplo, se pudo refutar la creencia generalizada de que la Tierra era plana. Para ello, sin embargo, hubo que enfrentarse al inmovilismo de ciertas ideologías religiosas o metafísicas que medran en la historia abortando toda posibilidad de cuestionar lo que, interesadamente, decretan como obvio. Sobre lo obvio es mejor no preguntar, no vaya a ser que resulte no serlo tanto.

Tal es exactamente el papel que juega el artículo de Gross, una bandera roja que advierte: ¡Cuidado! Hay dogmas que no se pueden cuestionar. Así, de la misma forma que la Iglesia interpretaba como herejía cualquier disposición intelectual seria, Gross, en su ímpetu inquisitorial, asocia al marco conceptual de Vox el requerimiento de la consejera. El espantajo de la ultraderecha opera a modo de anatema al tiempo nos ahorra tener que razonar. Es en esto en lo que ha devenido nuestra izquierda: no una corriente de pensamiento que discute y argumenta, sino una doctrina de fe que prohíbe y que condena.

Pero vayamos a los hechos, esos animalillos que tienen por costumbre horadar las ficciones más fervientes del periodismo vigente. Hay toneladas de estudios solventes de algunas de las más prestigiosas universidades del mundo que no solo ponen en duda la llamada brecha salarial, sino que directamente la niegan. Vayan un par de ejemplo para introducir una cierta complejidad en la férrea unilateriladad del discurso oficial: el estudio de los doctores Valentin Bolotuny y Natalia Emmanuel para la Universidad de Harvard o la titulada Child Penalties Across Countries, de Henry Kleve, de la Universidad Princeton, Camille Landais, de la London School of Economics, etc. Para España pueden consultarse, por ejemplo, los estudios al respecto del Instituto Juan de Mariana.

La obligación, y digo bien, la obligación de la consejera de Igualdad es recabar contrastación empírica sobre la verdad real de ciertas "verdades" de comunión preceptiva. Más aún: si este Gobierno quiere verdaderamente ser de cambio debería poner en cuestión, entre otras cosas la totalidad de las dinámicas impuestas por las mitologías feministas. Entiéndaseme bien: ello no significa dar ni un solo paso atrás en una serie de derechos conquistados con los que, por otra parte, todo el mundo comulga, pero sí acabar con chanchullos, privilegios, abusos y mentiras.

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