Tribuna

esteban fernández-hinojosa

Médico

Ilustres falsedades

Ilustres falsedades Ilustres falsedades

Ilustres falsedades

Durante la II Guerra Mundial se construyó en Londres el primer ordenador digital electrónico, el Colossus. Con él, Alan Turing descodificó muchos de los mensajes de radio cifrados por los alemanes. Son máquinas que procesan datos -números, letras, palabras, fórmulas…- que pueden ser almacenados y más tarde recuperados. Desde este colosal descubrimiento, muchos científicos han creído ver en los mecanismos del ordenador el funcionamiento mismo del cerebro humano.

Ya en el siglo III a. C., con la aparición de la ingeniería hidráulica, se utilizó el modelo de fluidos para representar el funcionamiento del cuerpo humano y la mecánica de sus humores, un modelo que mantuvo su acreditación durante un milenio y medio. En el siglo XVI otro modelo, el del autómata impulsado por engranajes, llevaría a Descartes a sostener que los humanos son máquinas complejas. En el XVII Hobbes sugirió que el pensamiento surge de pequeños movimientos mecánicos en el cerebro. Seducido por los avances en electricidad y comunicaciones, el físico Von Helmholtz se aventuró en el siglo XIX a comparar el cerebro con el telégrafo. Si cada modelo ha reflejado la vanguardia de su tiempo, desde 1950 el cerebro humano comenzaba a funcionar como un ordenador; la idea se popularizó con el libro El ordenador y el cerebro (1958), en el cual su autor, el matemático J. Von Neumann, afirma que el funcionamiento del sistema nervioso humano es "prima facie digital". Así que razones no le faltan al escritor Javier Gomá cuando afirma que "la historia de la ciencia es un camino en ascensión que va levantando a su espalda una polvareda de ilustres falsedades". Quizá no sean más que metáforas que los hombres nos contamos para dar un poco de sentido a lo que no logramos comprender.

Algunos científicos, como el ilustre S. Hawking, han comparado la conciencia con un software, y han creído en la posibilidad de descargarla en un ordenador y volvernos inmensamente inteligentes y quizá inmortales. Pero mientras que un ordenador almacena copias exactas de datos que pueden permanecer inalterados largo tiempo, aún estando apagado, nuestras excogitaciones sólo fluyen si estamos vivos; la muerte cerebral sincopa el psicosoma. Comprender el cerebro no es sólo conocer el estado de los 86.000 millones de neuronas y sus cien trillones de sinapsis, se necesita conocer la actividad que en cada momento contribuye a su integridad o la singularidad que le añade cada narración vital. Scientific American dio cuenta en 2015 del fallido Proyecto Cerebro Humano lanzado por la Unión Europea en 2013 -con un presupuesto de 1.300 millones de euros- y dirigido por el carismático H. Markram, quien creía poseer las claves para simular en diez años el cerebro humano en un superordenador. Un modelo que revolucionaría el tratamiento del alzhéimer, pero dos años después de que los burócratas europeos aprobaran su financiación demostró ser un "accidente cerebral" y Markram tuvo que renunciar.

Ahora el historiador Y. Harari defiende en 21 lecciones para el siglo XXI que nuestras emociones, más que enigmáticas cualidades del espíritu humano, son meros mecanismos bioquímicos empleados por los mamíferos para sobrevivir y trasmitir genes, que no están vinculadas a categorías del espíritu como la libertad, la intuición o la inspiración, sino a arcaicos mecanismos vegetativos de nuestros sustratos instintivos. La metáfora de la inteligencia artificial a la que se acoge el ilustre medievalista resultaría verosímil si la subjetividad humana se redujera a cambios bioquímicos que pueden ser copiados y suplantados. La cándida idea chirría con la fisiología y con los cimientos de la agencia que en el ser humano ejerce el libre albedrío.

Las profecías apocalípticas sobre el futuro han sido fuente de especulación entre visionarios de toda época. El escenario totalitario que aventura el historiador -una comunidad de individuos cuyas mentes son hackeadas por la inteligencia artificial- implicaría ausencia de conciencia individual y la imposibilidad de que la inspiración, la intuición o la libertad impulsaran la creatividad y el progreso de la civilización. Nada dice Harari de la creatividad que la imperfecta subjetividad de nuestra especie ha demostrado para encontrar salidas. Toda forma de totalitarismo, por ser contraria a la libertad humana, aboca a su propia destrucción. Sirva de muestra aquel horror del siglo XX en el que decenas de millones de seres humanos fueron brutalmente sacrificados por los engaños del comunismo y el fascismo. Y es que no somos ordenadores, pero tampoco sería problemático el negocio de tratar de entendernos a nosotros mismos si los modelos explicativos de vanguardia no lastrasen con sus ilustres falacias la ya umbría y escarpada ruta de comprensión de nuestra conciencia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios