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Tribuna

Esteban fernández-Hinojosa

Médico

Ironías de la naturaleza

La pandemia ha destapado los límites de la biología, la vulnerabilidad de los sistemas de salud, y ha colocado los sueños de eterna juventud al borde del sumidero de las promesas vacías

Ironías de la naturaleza Ironías de la naturaleza

Ironías de la naturaleza / rosell

Siguiendo una centenaria y utópica tradición vinculada a la fe en el progreso, la ciencia dibuja un discurso que hace sentir a muchos la cercanía de las fuentes de la eterna juventud. El futuro quizá sea científico, y también más perfecto, pero no queda claro que vaya a ser más humano. Estas ideas empiezan a calar en la orientación de algunos científicos. En medicina, frente a la clásica tradición terapéutica, alejada de banalidades y ensoñaciones abstractas, y siempre inclinada ante la naturaleza, algunas corrientes pretenden girar a formas más utópicas, prestas a redimir las debilidades innatas de nuestra especie y detener su envejecimiento. Pero mientras los centros de investigación y universidades de todo el mundo reorientan sus recursos hacia parcelas como la bioingeniería, la terapia génica y de células madre, son despertados del sueño de la inmortalidad por el rugido de una pandemia, que no sólo ha demostrado el valor unívoco de toda vida y toda muerte, sino que ha destapado los límites de la biología, la vulnerabilidad de los sistemas de salud, y ha colocado tan legítimos sueños al borde del sumidero de las promesas vacías. Cuenta Ovidio que Afrodita infundió vida a una de las estatuas esculpidas por Pigmalión para consuelo de este desdichado incapaz de amar a una mujer mortal. Pues bien, el caos planetario desencadenado por la maldita epidemia niega ahora a los científicos inmortalistas el mismo privilegio del que gozó la legendaria figura, aun después de iniciada la búsqueda de la ansiada inmortalidad.

Simplificar la realidad lleva a caer en una vulgaridad bien vista por Chesterton: la de pasar por alto que todo esquema de pensamiento, por poderoso o bello que resulte, no deja de ser más que una interpretación de lo real. El vulgar reduccionismo biológico -como el de ciertas aplicaciones ingenieriles en genética humana actual- puede abrir la caja de Pandora y dejar escapar nuevas forma de ideologizar el mundo. Un reduccionismo que finca sus raíces en la profunda insatisfacción que genera una forma de relacionarse con la realidad tan mediada por la tecnología; y pasa entonces como con los amores no correspondidos, que acaban en desengaño. Pretender transformar nuestra naturaleza biológica mediante cosmovisiones basadas en la creencia de que cualquier realidad se reduce a sus partes-reduccionismo ontológico- nos aleja de los horizontes de sentido que a veces se descubren en los fondos de la realidad. Estos reduccionismos abundan en esa tendencia tan posmoderna a pervertir el sentido de las palabras con las que pueden evocarse realidades más ordenadas y habitables. La realidad tiene su dimensión poética, y la palabra cuidada y precisa logra rescatar del inframundo otras fuentes más frescas, como las del bien y la verdad.

Cuando aparecieron en medicina por primera vez los tratamientos que prolongan la vida, su escasez obligaba a decisiones críticas. A principios de los años setenta del siglo pasado, Reino Unido no ofrecía diálisis renal si el paciente era mayor de 40 años. Si bien hoy nadie discute que las decisiones sobre prioridades en medicina no deben basarse en el nivel económico, la etnia, la discapacidad, la orientación sexual u otros factores sociales, en cambio el factor edad promueve discusiones encendidas. En algunas especialidades -en particular, en Cuidados Intensivos- se discuten ocasionalmente decisiones difíciles. Los motivos son siempre clínicos, no morales ni sociales. Y aun así, ¿cabe dar prioridad a los más jóvenes y con más probabilidades de beneficiarse de una intervención médica? Un argumento ético en contra dice que discriminar a alguien por lo avanzado de su edad es sugerir que su vida no tiene el mismo valor que la de un joven. A todo esto, y para colmo de ironías sofocleas, mientras las utopías inmortalistas despiertan el interés de tantos inversores, los Parlamentos aprueban leyes que despenalizan la eutanasia (el Congreso acaba de tumbar las enmiendas a la propuesta de Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia) y, en medio del desconcierto, la Organización Médica Colegial vindica una Ley de Cuidados Paliativos que postula la mejor atención al final de la vida antes que el Estado simplifique las cosas. Como sospechamos que la incuria humana, igual que su genialidad, de media variará poco, y por no caer en la vulgaridad chestertoniana de confundir esencia y circunstancia, nos acogemos a ese emblema de civilización que es el Código Deontológico de nuestro noble y antiquísimo oficio que, postrándose ante la realidad de la naturaleza humana, prescribe curar o mejorar al paciente siempre que sea posible; y cuando no lo sea, sin empecinarse, ofrecerle medidas adecuadas a su bienestar, aunque con ello pueda adelantarse su anunciada salida de este mundo.

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