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Tribuna

antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Matar al enfermo

La opinión general que cabe deducir del pensamiento constitucionalista es que los estados excepcionales deben durar en todo caso lo mínimo posible

Matar al enfermo Matar al enfermo

Matar al enfermo / rosell

Ya sabemos que los problemas de salud son muy delicados. Lo conocen muy bien los médicos que trabajan en casos extremos, y también quienes hemos tenido que padecer en nuestra familia alguna enfermedad grave: determinados tratamientos muy eficaces, pero también muy agresivos, no se pueden aplicar a ciertos enfermos que están ya muy débiles, simplemente porque se mueren. Por eso, cuando hablamos de salud, no debemos plantear la cuestión en términos absolutos, sino dependiendo del estado general del enfermo.

Si pasamos de la salud individual a la colectiva, los problemas son algo parecidos: el estado general del enfermo presenta matices originales que determinan su capacidad social de resistencia. ¿Podemos resistir todavía los españoles o sucederá que, cuando hayamos superado la pandemia, ya estaremos colectivamente muertos?

La fortaleza colectiva de un país se suele medir en primer lugar en clave puramente económica: si para cuando venzamos la pandemia resulta que nuestro tejido empresarial se ha extinguido, entonces es que ya estaremos muertos. Ponderar adecuadamente entre distintos valores, en estos momentos difíciles, se supone que es una tarea propia de buenos gobernantes; algo de lo que seguramente carecemos.

Se ha dicho que, si prescindimos del estado de alarma, entonces no tendremos instrumentos adecuados para enfrentarnos a la crisis: no es cierto. Si la Ley orgánica de estados excepcionales se hizo hace ya mucho tiempo (demasiado, en 1981), las posteriores leyes sanitarias establecieron previsiones de actuación para supuestos extremos como epidemias o similares; a lo que se une una variada normativa sobre seguridad o sobre protección civil, etcétera. La diferencia sería que tales actuaciones serían asumidas ahora por las comunidades autónomas y requerirían de control judicial. En todo lo cual no se acaba de percibir ningún inconveniente: la sanidad de nuestro país hace ya décadas que se viene gestionando territorialmente. Lo que no es sino un simple reflejo de lo que somos a estas alturas, un Estado autonómico consolidado. El cuanto al control judicial, es algo que seguramente debe molestar mucho a la Rusia de Putin, o a países como China o Turquía, pero no a un Estado de derecho bien consolidado como es el nuestro. Antes al contrario, decisiones controladas judicialmente tienen siempre un mayor grado de garantías.

No hay más que ver la forma como se ha gestionado desde el Ministerio de Sanidad para comprender que, contrariamente a lo que suele ser la percepción ordinaria, la centralización de competencias no ha producido buenos resultados, sino que, más bien al contrario, ha traído caos, imprevisiones y desorganización. Y nadie puede dudar que, a estas alturas, nuestras autoridades autonómicas estén suficientemente preparadas para enfrentarse a la pandemia. Y también para determinar en qué grado y en qué sectores hay a mantener vivo el tejido empresarial para que no se extinga del todo.

Pero también hay otro tipo de salud que a veces se nos olvida: la salud democrática. Porque éste es un sector donde no se ha tenido en cuenta la opinión de los "expertos", es decir, de los constitucionalistas. Y es que cualquier estado excepcional supone una prueba de sufrimiento para los derechos y libertades públicas, que constituyen nuestro bien colectivo más valioso. Por eso, la opinión general que cabe deducir del pensamiento constitucionalista es que los estados excepcionales deben durar en todo caso lo mínimo posible.

Porque en plena vorágine de la pandemia, resulta que la restricción de libertades no está afectando sólo a la movilidad, sino igualmente a otros ámbitos como las libertades de opinión y de expresión, o al ambiente general en el que se desenvuelve nuestra vida colectiva. Y, al mismo tiempo, la coyuntura está permitiendo al Gobierno desbordar las previsiones de actuación sanitaria para introducir, en el río revuelto, determinadas medidas que van mucho más allá de lo que sería una gestión transitoria de la crisis.

Cuando desde el constitucionalismo se afirma que los estados excepcionales deben durar siempre lo mínimo posible, no se está jugando con frivolidades o bagatelas, sino con ciertos bienes o valores que constituyen la misma esencia de nuestra salud colectiva: es decir, esos valores democráticos que, por mucho que sea al desastre, debemos conservar a toda costa.

Por eso, en estos momentos difíciles, sólo cabe intentar una estrategia de gestión de la crisis para luchar contra la pandemia sin que al mismo tiempo se nos muera el enfermo, ni se nos muera la economía, ni se nos muera nuestra propia democracia.

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