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Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

Riesgos del consentir

Quienes somos padres o profesores, cuando no ambas cosas a la vez, sabemos que cambiar autoridad por regalos o inacción no suele ser nunca una buena medida

Riesgos del consentir Riesgos del consentir

Riesgos del consentir

El maestro Julián Marías tituló hace años uno de sus artículos con este mismo nombre. Desde entonces he vuelto con frecuencia al tema, pues los efectos que nuestro filósofo adelantaba en él se han hecho bien evidentes en la actualidad.

Vaya por delante que soy el primero en comprender la complejidad del mundo en que vivimos, las distintas caras que muestra cualquier realidad, la variedad de opiniones contrapuestas que resultan de su consideración. En definitiva, la dificultad de mantener un criterio e, incluso, de aplicar la medida que parece más lógica y justa. Entiendo por ello las dificultades que hoy tienen quienes poseen responsabilidad política, religiosa, económica, familiar o en varios campos a la vez para ejercer la autoridad que les corresponde en cada caso. Cualquier asunto que se mueva desequilibra otros, pudiendo llegar a suscitar reacciones violentas, dependiendo de su alcance.

Pocas veces como ahora ha existido tal diversidad de valoraciones sobre cualquier cosa. No digamos ya las que son importantes. Jovellanos recordaba, en el lejano siglo XVIII, y de ello tuvo buena experiencia, la necesidad de contemplar las reformas, incluso cuando son necesarias o convenientes, calculando al ponerlas en marcha la tupida red de relaciones en que se insertan, las inercias y la variedad de combinaciones nuevas que se tejen alrededor cuando se aplican.

Sin embargo, tales complejidades no debieran anular, cuando toque y a quien toque, el legítimo uso de la autoridad siempre que sea necesario. Con mayor motivo si el tema urge o la situación sobre la que es preciso actuar se deteriora. No hacerlo, o no hacerlo a tiempo, provocaría efectos perniciosos que pueden afectar a tan variados ámbitos como la justicia, el buen gobierno o el bien común en general, si no varios de ellos a la vez. Sin olvidar la pérdida de su valor ejemplarizante.

Viene todo esto a cuento de lo que suele pasar hoy entre las personas llamadas por su cargo o función a comprometerse en la toma de decisiones, necesarias, aunque a veces difíciles por el desgaste político que conllevan y los riesgos (independientemente de que se deba minimizarlos todo lo que se pueda) a que van asociadas, ya sea para contrarrestar peligros, defender la legalidad, reponer la justicia castigando al culpable o reprimir conductas abusivas contra los sectores más débiles de nuestra sociedad. Ante la urgencia de una respuesta, la autoridad no puede quedarse inactiva, ni su titular cruzado de brazos; por el contrario, ha de evitar que el problema se agrande o dejar que se pudra.

Quienes somos padres o profesores, cuando no ambas cosas a la vez, sabemos que cambiar autoridad por regalos o inacción no suele ser nunca una buena medida. El beneficiado se crece, y sabedor de la debilidad de quien debiera reprenderle, desea de él aún más favores. Popularmente suele citarse como ejemplo el de Hitler durante el tiempo previo al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Temerosas del conflicto, las potencias democráticas buscaron aplacar al Führer y evitar así el conflicto haciendo concesiones o mirando hacia otro lado cuando se produjeron los primeros desaguisados del dictador. Los resultados son de sobra conocidos. Y, salvando las distancias, el telón de fondo es el mismo de los independentistas catalanes, a los que, de la misma forma, se quiere aplacar con más regalos.

Sucede también, a otra escala menor, cuando un maestro, para evitar que el chico se ponga impertinente, grite o cometa faltas mayores, decide contentarlo dándole más facilidades, y no tomando en consideración su reprobable conducta. O con ese padre poniéndose de parte del hijo amonestado amenazando al maestro. Y asimismo, cuando por interés o miedo a actuar contra el agresor, la autoridad le apoya en contra de la víctima, a la que, para más inri, a veces se acusa de provocarle.

El abandono de la autoridad puede tener varios orígenes: evitar complicaciones, temor a salir en los medios, el deseo de sacar beneficio de la inacción, de pasar a otro la patata caliente, o esperar del problema que se resuelva solo. El riesgo que se corre es tener luego que asumir otro mucho mayor, o no llegar a tiempo por estar ya el mal bien consolidado. Y el de haber contribuido a la vez a crear una sociedad más escéptica, sin capacidad de reacción ni de autodefensa, adocenada, inútil para asumir el más mínimo sacrificio. Peor aún, la responsabilidad de haber fomentado un universo de contravalores y de podredumbre moral. En definitiva, aumentar los riesgos del consentir de los que escribió Marías.

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