Tuve la suerte, hasta que me mudé de barrio a los 15 años, de vivir cerca de los, para mí, dos mejores cines de verano de Sevilla: el Avenida y el Alfarería.

Al cine Avenida de verano se entraba por un ancho portón, con un camino de tierra que desembocaba en un amplio espacio abierto, como un gran aparcamiento al aire libre, con pequeños garajes alrededor. A la derecha, en los bajos de lo que fue casa cuartel de la Guardia Civil, estaba el bar Salomón, el Rey de los Pinchitos, que daba a esa parte de la calle Pagés del Corro un ambiente moruno con sus olores a carne a la plancha y especias marroquíes. En la fachada del bar, ya entrando hacía el cine, una pared donde una celosía de madera pintada de verde, servía de apoyo a los trepadores jazmineros y a las damas de noche, que nos regalaban su perfume de cuando los veranos olían a verano. Del romboidal enrejado de madera también colgaban los fotogramas, pegados sobre cartón, de las películas de próximo estreno.

Ya en el patio, la entrada del cine, junto a la taquilla, con su ventanita en arco de medio punto, el quiosco de chucherías, entonces no se llevaban las palomitas, se compraban pipas de girasol o de calabaza, altramuces o chufas, en cartuchitos de papel de estraza, y si un día ibas con los padres y los convencías, una chocolatina.

Al lado, la puerta de entrada, el frescor de la noche al aire libre, cuando aún se veían estrellas sobre la ciudad. En las mesas del ambigú reinaban los platos de tomates con sal y la tortilla de patatas, con botellines y medianas de Cruzcampo helados, literalmente en algunos casos. Al fondo, la gran pantalla blanca, donde descubríamos alguna mancha oscura, salamanquesas que a veces se ponían en el ojo o en la cara de alguno de los actores.

El cine Alfarería tenía dos entradas, la de Preferencia era casi como la de un cine de invierno, con su hall donde se exponían en grandes paneles de madera los fotogramas de las películas. En un lateral, la entrada de General, era la mía habitualmente. Sillas Quidiello. A la derecha, como un refrescante oasis, el ambigú. Suelo de albero, paredes blancas, verdes plantas, la bombilla roja para no molestar la visión de la pantalla. Te acercabas y te iba llegando un frescor reparador, un frescor de barro y cal, un frescor de lebrillo lleno de aceitunas y chochitos en agua con hielo. Un vaso de Casera de naranja, una peseta.

Dos sesiones, la primera al anochecer, sobre las diez. A la segunda había que llevar rebequita, sería que todavía no había llegado el cambio climático.

Volvíamos a casa recordando las galopadas de la caballería azul, el polvo que levantaban en el desierto los tanques del Afrika Korps, dando patadas al aire como El luchador manco, o temiendo llegar a la cama y soñar con Drácula o Frankenstein.

Las vecinas ya no estaban con las sillas en la puerta al regresar. No sonaban aires acondicionados, ni pasaban ya coches por la calle. Quizás oíamos cantar un grillo o pasaba rasante una panarra.

No digo que el pasado era mejor, pero creo que sí era más tranquilo.

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