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Tribuna

Manuel bustos rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

Tiempos confusos

El olvido de algunos contenidos esenciales de la doctrina, el atractivo del bienestar y la penetración de ideas y prácticas extrañas al cristianismo han hecho mella en la Iglesia

Tiempos confusos Tiempos confusos

Tiempos confusos

Cada vez son más los católicos que sienten inquietud ante la situación de su Iglesia. Y no pensemos en personas sensibleras ni apegadas a un pasado ya caduco, sino de cristianos fervorosos y comprometidos con su fe; aquellos que vienen combatiendo la deriva laicista y cristofóbica de nuestra sociedad, defensores de la ley natural y de la visión cristiana del ser humano, en situaciones cada vez más comprometidas y difíciles, y que hoy se sienten preteridos.

Qué duda cabe que vivimos tiempos de una gran incertidumbre en todos los ámbitos, también en el religioso, donde reina la confusión. Algunos católicos tratan de adaptarse a los cambios y mensajes que llegan de Roma o de reinterpretarlos a la luz de la tradición de la Iglesia; otros en cambio seleccionan los contenidos menos conflictivos que les suelen acompañar. En cualquier caso, la diáspora producida abre la puerta a posiciones muy diferentes y, a veces, encontradas, en una Iglesia que ha venido buscando desde sus orígenes la unidad de doctrina y de práctica.

Tal vez por la deriva de la cultura occidental hacia el inmanentismo (el hombre es Dios) y el nihilismo (imposibilidad de conocer la verdad, nada tiene consistencia), hoy la voz profética de la Iglesia se hace más necesaria que nunca para iluminar al hombre sobre su verdadera naturaleza, el bien y el mal o la vocación y fin a los que está llamado. Desgraciadamente, el rumbo predominante en la Iglesia le hace a ésta perder fuerza, justo cuando es más necesaria dicha voz. El olvido de algunos contenidos esenciales de la doctrina, el atractivo del bienestar y la penetración de ideas y prácticas extrañas al cristianismo han hecho mella.

Por otro lado, es cierto que la paz, el entendimiento o la defensa del débil es un deber de todos. Y, en este sentido, la Iglesia viene haciendo un esfuerzo encomiable. Pero no puede olvidarse que ella no es una ONG, ni una instancia supranacional para restablecer la paz entre los hombres, ni la forjadora de un nuevo orden mundial; ni está para denunciar las depredaciones humanas al planeta. Jesucristo no es un líder de la no violencia, la igualdad, la libertad y del perdón sin arrepentimiento. La existencia de la Iglesia se justifica por ser testigo de una promesa de Dios de salvación y de felicidad en la vida eterna para los hombres; por mostrarles, sin distinción de razas, sexo o lugar, el camino que han de seguir para conseguirla (y, por consiguiente, advertir del sendero errado), y alertarles de los riesgos que asumen, personal y colectivamente, en este mundo y tras la muerte, del olvido o rechazo de Dios. Aunque el mandato divino de amor al prójimo lleve necesariamente a atender las necesidades de los demás, esto no deja de ser sino un fruto granado de todo lo anterior.

Para que esta tarea, ingrediente fundamental de toda evangelización, sea posible, son necesarias a mi entender cuatro cosas: claridad en lo que enseña, confianza en que ello es lo mejor para el hombre y, por tanto, merece la pena asumir los riesgos que comporta su difusión; coherencia entre lo que se comunica y lo que se hace, y respeto a la libertad humana para aceptar o rechazar el mensaje. En cualquier caso, no se trata de algo que pueda ser indiferente para el católico: no basta con ser buena gente, no da lo mismo una que otra religión o que ninguna. De la transmisión de la fe puede depender la salvación de un alma y, así, comporta una grave responsabilidad para el creyente. Los sincretismos, las uniones doctrinales subrepticias, disminuyen, cuando no anulan el fervor misionero, al no tratarse de diferencias puramente formales.

Pero no crean que la situación descrita produce preocupación en los ambientes secularizados, ni por supuesto en la cultura dominante. Todo lo contrario, aunque ésta se mueva entre la incertidumbre y el desasosiego, no por ello deja de aplaudir que la Iglesia reproduzca en su seno los elementos que han conducido a dicha cultura a la situación presente; querrían todavía más dosis, y bienvenidos al club. De ahí que la asunción de un cierto relativismo moral o de las derivas mundanas por parte de la Iglesia sean contempladas con aquiescencia y hasta regocijo, sin que un acercamiento eclesial a sus presupuestos comporte una mejor comprensión, ni un mayor deseo de ingresar en sus filas. Sin embargo, no me cabe duda que, por muy ajeno a esta Iglesia, otrora bien implantada en Occidente, que se esté, lo que en ella suceda no será indiferente al hombre de nuestro tiempo y a su porvenir, aunque no se lo crea.

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