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Tribuna

Esteban Fernández-Hinojosa

Médico

Del aburrimiento

Aquellos que saben suspender momentáneamente su yo dejan que la prosa del mundo exprese su verdad para entablar así relaciones auténticas con el medio

Del aburrimiento Del aburrimiento

Del aburrimiento / rosell

Hay una adversidad inmanente al mundo que moviliza, entre los hombres, las mejores energías mientras defienden la aventura de vivir. Ahora bien, cuando vivir deja de ser una aventura, cuando la vida carece ya de problemas, entonces la vida misma es el problema. Nos referimos al aburrimiento, que en la tradición se había considerado una enfermedad de ricos: "Todos los príncipes se aburren -sentencia Montesquieu-, prueba de ello es que se van de caza". Este estado del ánimo crece parejo con el aumento de la riqueza y la instrucción, elementos que posibilitan la tendencia de la imaginación a manifestar deseos infinitos e inestables entre quienes permanecen emancipados de todo y de todos, pues bajo ese temple suele ejercerse la forma vulgar del espíritu crítico: el espíritu hipercrítico, una actitud ante la realidad de las cosas y de las personas que las despoja de todo su interés, y se acaba percibiendo en ellas el hastío, el vacío y "una continuidad en la nada", como afirmaba Kierkegaard. Así, cuando la vida ya rueda sola, entre sus rutinas emergen a veces los escarceos de la imaginación, y resuenan los cantos de sirena de un deseo que anuncia el regocijo de novedad y aventura, y en el ansia de gratificación, muchos desesperan entre los "ayes" del aburrimiento.

La experiencia vital enseña a reconocer la caprichosa organización del mundo, y se aprende que cada realización personal no depende tanto de una virtus propia como de un incontrolable factor externo que la trasciende. Padecemos siempre cierta injusticia del mundo, hasta que al final del camino el infortunio se ceba sin tasa con todos por igual, y sin que nada otorgue derecho a exigir reparación a terceros. En mitad del camino de la inexorable rutina existencial puede aparecer entre mujeres y hombres en la edad adulta un inmoderado afán de novedades -llamado en la tradición cristiana "demonio de mediodía", una suerte de pasión rescatada hoy del olvido por filósofos coetáneos de afinado genio-, afán que los tienta con un seductor regreso a la mocedad. Aburridos de vivir sin las sorpresas que deparaba la flor de la edad, y cuando ese vivir ya no depende más que de sí mismos, vacilan ante la posibilidad de desertar del angosto camino de la experiencia y acaban por negar el orden del mundo. Y en el fragor del engaño, en medio de la embotada indiferencia que hace apurar hasta las últimas heces de la copa de la vida, se ignora con torpor las venganzas que la realidad se cobra sobre quienes se empeñan en contradecirla.

Aunque algunas de estas almas melancólicas acaben contrayendo deudas con su conciencia o atizadas por los remordimientos, en el inexplicable orden del mundo no cabe más que una irónica aceptación. Quizá enfocando la justa crítica sobre los desmedidos deseos de uno mismo, antes que sobre las cosas del mundo -es decir, acogiéndose a la humildad del que atiende con preferencia lo otro o al otro-, puede que la prosaica realidad recobre su color e interés en la propia existencia personal. Atesora sabiduría quien aprende a desear aquello que resulta posible desear. En la mística de las tradiciones orientales se le resta realidad a la experiencia, de manera que, practicando una ascesis de despersonalización del yo, es fácil desdramatizar la esencial injusticia del mundo. En cambio, nuestra tradición no recomienda suprimir el ego, sólo ubicarlo en su correcta función operativa, aquella que mejor aportación ofrece. Los problemas surgen cuando el egoísmo, sin cualidades para trazar líneas estratégicas, se hace con el control del negocio de vivir. Sin embargo, aquellos que saben suspender momentáneamente su yo dejan que la prosa del mundo exprese su verdad para entablar así relaciones auténticas con el medio. Por eso, los que se entrometen en la realidad con la mirada de asombro, y bajo un esquema visionario que es función del espíritu, no son presa fácil para el aburrimiento.

Ninguna prescripción puede resultar más deletérea para tratar esta "desesperación encubierta" -como llama Rafael Alvira al aburrimiento- que la fórmula del antiguo adagio romano: "Al pueblo, pan y circo". El hastío se evita con la sencilla y, por eso, difícil tarea de practicar el inter-esse, un permanecer entre las cosas y las personas e interesarse por ellas. Tras ese primer deseo por las cosas y las personas que despiertan la atención, hay que perseverar en su estudio, lo que significa "mirarlas con amor", para que no sincope el interés por lo deseado. Así, el destino puede que anuncie su tregua y se desvelen en él los infinitos horizontes de las cosas y las personas. En esa práctica ocurren sutiles celebraciones del corazón que son incompatibles con el aburrimiento, una plaga latente que está siendo tanto más grave y difundida cuanto que poco aparente.

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