Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Catedrático emérito de la Universidad CEU-San Pablo

60 años después

Las iglesias protestantes vienen experimentándolo desde hace años. Paradójicamente, en los grupos menos inclinados a edulcoraciones es donde se halla mayor vigor eclesial

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60 años después / rosell

Hace 60 años el Concilio Vaticano II abría sus puertas. Ha sido, sin duda, uno de los eventos más importantes de la historia de la Iglesia católica. El giro que procuró no ha dejado de influir grandemente en ella. Por supuesto, también en el momento presente, donde asistimos a importantes transformaciones.

El cambio de paradigma del que hablara el cardenal Parolini está siendo ya, de hecho, una realidad. El proceso que lo acompaña, iniciado al socaire del Concilio, yendo frecuentemente más allá del mismo, ha experimentado en la última década una fuerte aceleración. La tarea de reconducirlo que cumpliera a los dos grandes papas, San Juan Pablo II y Benedicto XVI, no ha surtido mucho efecto; a lo sumo lo ralentizó, sin que desapareciese nunca como movimiento de fondo, ganando progresivamente terreno.

A día de hoy se están dando pasos firmes, que suponen un cambio sin precedentes con respecto a la tradición -uno de los dos pilares del catolicismo- de gran alcance. En su interesante Diario, recientemente publicado, el cardenal Pell se pregunta qué es lo que quieren cambiar algunas de las fuerzas reformistas en la Iglesia y les acusaba de no poner nunca las cartas sobre la mesa.

A veces da la sensación de un doble juego: se recuerdan y avalan contenidos y usos vinculados a la tradición para tranquilizar a los fieles; pero a su vez se consienten otros que no lo son. Los más visibles de estos últimos son los que refieren a la moral, particularmente la sexual, y al matrimonio. Otros, ya preteridos desde hace tiempo, conciernen al tema fundamental del pecado y a la relación entre el comportamiento personal en esta vida y la suerte después de la muerte, de tanto interés para creyentes y, a pesar de su aceptación de la nada, de quienes no lo son.

Algunos pretenden un retorno al pelagianismo, es decir, convertir a Jesucristo en una especie de santón o líder carismático, junto a Buda, Confucio y algunos gurús de nuestro tiempo, sin ninguna connotación divina. Otros pretenden transformar la Eucaristía, otra de las claves irrenunciables del catolicismo, para que pierda su carácter sacrificial, de presencia real de Cristo. O un recorte de las Escrituras de sus partes más duras para las tragaderas del hombre actual.

¿En qué se apoya este cambio profundo? La mayoría de los analistas están de acuerdo en invocar que se trata de una pérdida de fe, y del deseo de adaptarse a la visión y los valores del mundo actual, ante lo extendido de ambos; de aprovechar sus ventajas, o del temor a las represalias de unas leyes cada vez más restrictivas para los cristianos.

Ello obliga a introducir a su vez cambios en las traducciones de los textos bíblicos y la liturgia, en sus consideraciones de tipo moral y su denuncia del mal; así como en el replanteamiento del papel de la Iglesia en el mundo, de la mujer y de los laicos en ella. Hay templos donde ni siquiera se ha esperado a la culminación del proceso y los cambios son ya en ellos práctica habitual, sin que, por otro lado, hubiese reacciones significativas. El magnificado caso de la pederastia sirvió como justificante para algunos. George Pel señala con acierto que, "cuando nos creemos que podemos mejorar a Jesucristo eliminando las enseñanzas duras, o haciendo de menos la oración, la fe, la cruz, etcétera, entonces no debería extrañarnos que las personas se vayan, o que no vengan. Una religión demasiado fácil es una religión falsa". Las iglesias protestantes vienen experimentándolo desde hace años. Paradójicamente, en los grupos menos inclinados a edulcoraciones es donde se halla mayor vigor eclesial.

No obstante la presencia de enseñanzas que gustan poco al hombre de hoy, la Iglesia ha tratado fundamentalmente de ser fiel a la fe recibida en pro de la salvación eterna de cada uno. ¿Cuántos cambios que pareció necesario en su momento introducir no han terminado por declinar cumplido su ciclo?

Hoy, con un sínodo cismático en Alemania y otro, de diferente naturaleza, sobre la sinodialidad, que ha de concluir próximamente, puede ser con probabilidad el momento álgido que dé el impulso definitivo al proceso de cambio descrito. No se hará aquel de manera sonada, sino de manera casi imperceptible. Pocos elevarán la voz en evitación de sus negativos efectos, mientras el seglar puede pasar sin percatarse o buscar un acomodo tranquilo.

No son descartables posibles escisiones. Advirtiendo el peligro, el cardenal Ouelet señalaba hace unos años que "los nuevos caminos del futuro producirán frutos evangélicos si son coherentes con un anuncio integral del Evangelio, sine glossa, que no sacrifica ninguno de los valores permanentes de la tradición cristiana". Estamos en unos tiempos muy difíciles. Lo que ocurra en la Iglesia tendrá tarde o temprano su repercusión social. El trabajo de quienes se han colocado fuera de ella para llevarla a su terreno es perseverante.

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