Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

La cigarra y la hormiga

Los soldados del duque de Angulema han sido sustituidos por los "hombre de negro", los representantes de las potencias cuyos bancos tienen el grueso de nuestra deuda

La cigarra y la hormiga La cigarra y la hormiga

La cigarra y la hormiga / rOSELL

Como sucede con los cuentos clásicos, es una historia que se repite de forma interminable. En realidad, la tenemos aquí de nuevo: los países nórdicos nos están tirando de las orejas recordando que la capacidad del banco central europeo para atender a la deuda de los países no es interminable, y que hay que apretarse el cinturón. Las prudentes y trabajadoras democracias del norte nos recuerdan a las derrochadoras democracias del sur que no estamos haciendo bien los deberes; que estamos tirando indolentemente del gasto público sin recordar que la deuda hay que devolverla.

Hace justo diez años ya pasó lo mismo, cuando vivíamos una pesadilla colectiva a costa de las primas de riesgo: tuvo que venir papá Mario Draghi, al frente del Banco Central Europeo, a sacarnos del atolladero ¿lo recuerdan? "Y créanme, será suficiente", fue la lapidaria frase que acabó con las especulaciones que tenían a nuestros países al borde de la quiebra, la temida "default", como se dice ahora. ¿Será que en una década aún no hemos aprendido?

En realidad, el cuento tiene incluso otras versiones anteriores. Justo hace dos siglos, la cosa fue aún más dramática: cuando el Trienio Liberal (1820-23) las nacientes democracias del sur europeo (Portugal, España, Italia, Grecia) vivieron unos levantamientos populares que fueron vistos como una amenaza por las monarquías restauradas del norte, consolidadas en una Santa Alianza tras el Congreso de Viena de 1815. Y tuvo que venir a España el duque de Angulema, al frente de los Cien Mil hijos de San Luis, a restaurar en su trono absoluto al infame Fernando VII. Era la consagración del orden europeo, donde los países del norte abordaban una nueva dinámica que debía conducir a la revolución industrial mientras los países del sur quedábamos condenamos a ser la reserva agraria del opulento norte.

En la versión del siglo XXI, los soldados del duque de Angulema han sido sustituidos por los "hombre de negro", los representantes de las potencias cuyos bancos tienen el grueso de nuestra deuda, que vienen a poner orden en nuestras cuentas. No será la primera vez que las potencias desarrolladas utilizan la deuda de los países atrasados como instrumento de control.

¿Por qué el cuento se repite a lo largo de la historia? ¿Será que, en efecto, los países del sur somos unos derrochadores que nos empeñamos en gastar lo que no tenemos pidiendo prestado sin el menor rigor, actuando como la imprevisora cigarra y no como la diligente hormiga?

De acuerdo con los viejos dogmas keynesianos cuya filosofía preside la política financiera de los estados desde mediados del siglo XX, los momentos de recesión requieren de medidas activas y estimuladoras que sólo pueden lograrse a costa de un mayor gasto público. Pero precisamente en momentos de recesión los ingresos fiscales descienden y el incremento del gasto sólo puede abordarse a base de deuda pública. Por eso la triste sensación de que la filosofía keynesiana haya dejado de funcionar: porque según Keynes las economías o están en fase de ascenso o en fase de recesión, pero no en las dos cosas al mismo tiempo. Y la stagflation consiste precisamente en eso, en que la economía frena y acelera al mismo tiempo. La paradoja histórica donde nuevamente nos encontramos. Una cuadratura del círculo que ahora pone la pelota en el tejado de la propia Unión Europea.

En el mundo de los negocios y de las finanzas, se dice que todo es al final una cuestión de confianza: los mercados internacionales cotizan los títulos de deuda según la confianza que ofrece cada país a la hora de su devolución. Cuando un país concreto tiene una deuda excesivamente alta y sigue derrochando dinero público, suscitará una nube de desconfianza.

La conclusión provisional parece muy sencilla: entones, será que las democracias del sur europeo no somos de fiar. ¿Son de fiar los griegos, somos de fiar los españoles? Antes de mirar al horizonte, por si atisbamos la llegada de los hombres de negro, convendría que nos miráramos a nosotros mismos, pensando si somos un país seguro que suscita la necesaria confianza. Pero si somos sinceros, y nos miramos a nosotros mismos con una mínima perspectiva crítica, seguramente nos aparecerán muchas dudas: tenemos una coalición de gobierno que no funciona, una política exterior errática, un orden territorial descabalado, una administración de justicia instalada en la crisis permanente, etc., etc.

La pregunta de si somos un no un país de fiar nos sitúa al final ante el proceloso dilema de la cigarra y la hormiga.

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