Francisco Núñez Roldán

Los clásicos y la burocracia

La tribuna

Los que son o hemos sido funcionarios de cualquier ralea no suelen ni solemos reparar en que la burocracia no produce riqueza sino que la consume

Los clásicos y la burocracia
Los clásicos y la burocracia / Rosell

03 de febrero 2024 - 01:00

Mi llorado amigo el novelista Julio Manuel de la Rosa, no sé si mejor persona que escritor, me aseguraba que para él, antes que escribir estaba el placer de leer, y dentro de este, el de releer. Porque en la relectura se repasa uno a sí mismo; se revisa la obra recuperada donde dilucida por qué no subrayó aquello y sí esto, de modo que releer puede constituir un ejercicio de revisión personal, de escrutinio de gustos, tendencias e incluso variaciones ideológicas. Y es sabido que la buena literatura, una vez publicada, la va ampliando posteriormente el tiempo, el lector.

Digo esto por haber vuelto el otro día a Azorín, a quien tengo casi la misma devoción que confiesa Vargas Llosa y le tenía Ortega. El libro era Lecturas Españolas, y el artículo el titulado Mor de Fuentes, sobre el pensamiento y obra del poco conocido tratadista aragonés, viajero él, observador y anotador de todo lo que podía respecto a lacras ibéricas y posibles soluciones. Militar, periodista, dramaturgo y poeta, José Mor de Fuentes vivió entre 1762 y 1848; longevo para su tiempo. Transitó la agitada España de la guerra de la independencia y luego toda la de Fernando VII. Había luchado en los sitios de Zaragoza, y ya mayorcito viajó a París en 1833, cual había sido sus sueño. La Francia de Luis Felipe, el llamado rey burgués, restañados los desgarros revolucionarios, le impresionó a nuestro hombre hasta el punto de asegurar en sus memorias que “…Al viajar por Francia se ve que el país está en prosperidad, pues dondequiera andan construyendo, mejorando y adelantando, lo que seguramente no sucede en Aragón, Castilla, Extremadura, Andalucía, etc., donde si se cae una casa, allí se queda; si se inutiliza un camino, un puentecillo, etc., así se está; pero con tal que tengamos muchas secretarías y oficinas, con secciones, subdivisiones, y sueldazos bestiales con alamares y relumbros, poquísimo importa que expire la labranza entera. Está demostrado que todas las plumadas imaginables de todas las oficinas del universo no producirán una espiga, una aceituna o un racimo, ni plantearán jamás un telar o un ramo de industria. Pero vamos adelante… ¡Y viva el delirio!”

Son las últimas líneas las que llama la atención al ibérico de a pie del siglo XXI, y mucho más en los últimos tiempos que gozamos en cuanto a ministerios sin límite, sesudos organismos con menos límites y menos seso aún, regulaciones salariales mínimas por decreto e intento de encauzamiento de los valores rurales elementales por parte de seres ayunos no ya de cultura del campo sino de mínima sensibilidad hacia quienes de verdad mantienen al país en marcha. Los que son o hemos sido funcionarios de cualquier ralea no suelen ni solemos reparar en que la burocracia no produce riqueza sino que la consume. Ignoro ya si el desprecio y ataque a las formas rurales de vida de un país que se basa sobre todo en ese mundo vienen además por oscuros intereses supranacionales dictados desde el otro lado del estrecho o brota de las decisiones de la burocracia europea, a cargo de lujosos chupatintas, ignaros respecto al quehacer campesino. Últimamente los agricultores franceses y alemanes están protestando también, y mucho. No sé lo que tardarán los italianos o los nuestros en ponerse a su nivel, pero si algún país ha tenido razones para desesperarse ante el descabellado asedio a sus formas de cultivo, de vida y de alimentación, ese ha sido España, donde una eminencia gris marengo ha sido ministrillo de consumo durante varios años, con la fortuna de que sus despropósitos eran de tal jaez que no solían ponerse en práctica. Y por supuesto, del veganismo y vegetarianismo radical de los urbanitas que no tienen pajolera idea del agro, ya ni les hablo.

Además de la inflación de cargos por parte de quienes tiran con pólvora del rey –nunca mejor dicho, por ahora–, tenemos el rentable negociete social de obligar a un salario mínimo cada vez más elevado, por orden de quienes no lo pagan pero se benefician de lo que apoquinan los otros. No hay mayor desvergüenza que incrementar sin límites un sueldo que tú no vas a pagar, sabiendo que los beneficiarios de tal aumento van a agradecerte a ti la subida, y no a quien la sufre, y que en caso de tener a varios empleados en un tajo se verá obligado a desprenderse de alguno para poder equiparar a todos con la norma establecida. A ese tenor leía sobre un pueblo murciano donde en el desastrado periodo de febrero a julio de 1936, varios propietarios solicitaron que se les permitiese abandonar sus tierras a los trabajadores, al no poder enfrentarse a los sueldos que los sindicatos imponían. La respuesta del gobierno local frentepopulista fue negativa: podían reducir sus ganancias a la nada pero no debían ni podían abandonar sus propiedades. En realidad sólo ellos sabían cómo llevarlas. Algunas pequeñas empresas españolas han cerrado hoy por la misma razón. Usted fija el salario, se lleva la gloria política de los incrementos, pero yo soy el que lo paga. Gran negocio, ¿verdad?

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