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Tribuna

josé antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología Social

El destino de los cadáveres

La historia ha condenado a la desaparición el lugar donde yace el dictador. Quizás el Valle de los Caídos, una vez clausurado para la eternidad, no pueda acoger más culto que el del olvido

El destino de los cadáveres El destino de los cadáveres

El destino de los cadáveres / rosell

El tema es recurrente. Los surrealistas jugaban al cadavre exquis para explorar el inconsciente. Con la aportación de cada jugador se obtenía un nuevo objeto poético, resultado del azar. No había método, o éste era tan aleatorio que le da la razón a aquellos que piensan que el método es el camino después de haberlo recorrido.

En los museos, los cadáveres más célebres son las momias de faraones y allegados omnipotentes. Constituyen una atracción ferial. En ese deseo de inmortalidad que manifestaban los egipcios nada se había dejado al azar. Las condiciones de conservación del desierto nos han devuelto a los faraones con el realismo de una escena de terror. Como la momia que resucitaba encarnada por aquel actor, caracterizado de feísimo anti-galán, Boris Karloff, en la célebre película The Mummy, de 1932.

Delante de mí un señor se persignó varias veces ante la momia de Lenin, el líder soviético mandado embalsamar por Stalin en 1929. Algunos dirigentes bolcheviques se opusieron a esta momificación, aduciendo su primitivismo, pero Stalin ya manipulaba los hilos del culto a la personalidad. Se cuenta que a la muerte del sátrapa georgiano, nada heroica, ya que presa de un ataque estuvo varias horas revolcándose en sus propias heces porque nadie se atrevía a tocarle la puerta, temerosos los acólitos de sus reacciones violentas, fue inhumado junto a Lenin, pero después un congreso del partido comunista decidió alejar su cadáver de aquel. Y allí sigue Lenin-momia, "incorrupto", atrayendo a largas filas de turistas.

El papa bueno Juan XXIII me cogió de sorpresa, embalsamado bajo un altar de san Pedro. Desde luego su rostro es más "realista" que el de Lenin. Los fieles se acercaban con cierta aprensión a la urna, que algo hiede. Una cosa comparten las momias de Lenin y Juan XXIII: que ambos soñaron a su modo mundos mejores, y encarnaron épocas plenas de optimismo histórico, ideales pronto traicionados.

El cadáver de líder caído por exclencia quizás lo constituya el de Mussolini. Con una inusitada crueldad, que respondía al asesinato previo del diputado socialista Matteotti por los fascistas, el cadáver de Mussolini fue expuesto colgado de los pies en Milán, en 1945, para gozo de la masa vengadora. Nadie se quería hacer cargo de su cuerpo, hasta que unos capuchinos lo hicieron, porteándolo a su territorio en una especie de taxi, donde la caja entró con dificultad. Escena grotesca donde las haya.

Precisamente, el convento de los cappuccini de Palermo es todo un experimento de resistencia al hedor de la muerte. Miles de sujetos, vestidos con sus últimas galas, yacen acartonados, colgados de ganchos en las catacumbas del convento palermitano. Unos se han conservado mejor y otros peor, haciendo como que nos miran, con sus órbitas vacías. Desde luego, estos cadáveres nos remiten a las vanidades de los "príncipes de la Iglesia" de la escenas histriónicas de Roma, de Federico Fellini, en las que la clerecía desfila en un palacio romano haciendo un pase de modelos cardenalicios y monjiles de temporada. Finis gloriae mundi.

El devenir de los cadáveres del poder es pues complejo. Objeto de culto, de terror cósmico, de superstición, al final los poderes acaban por arrojarlos a las cloacas, como ocurrió con el emperador romano Heliogábalo, o los cuelga como a Mussolini. O bien, los embalsama, como a Lenin o Juan XXIII. Otros, como los Bush, que se habían apropiado del cráneo del indio Jerónimo, según leyenda expandida por ellos mismos, responden a la idea de apropiarse de las potencias del enemigo.

Nosotros, sin muchas momias, sólo las breves reliquias de santos, tenemos un problema hic et nunc. Tuvimos una contienda civil, en la que los dos bandos lucharon con furia, propia de auténticos españoles, según observaba el republicano Chaves Nogales. El vencedor, tipo nada atractivo -pequeño, calvo y sin dotes de comunicación-, y bastante cruel hasta el final -en España la dictadura no fue una dictablanda nunca- se hizo enterrar en un mausoleo levantado por sus enemigos encadenados. En este asunto no puede haber equidistancia: la historia ha condenado a la desaparición el lugar donde yace el dictador. Sobre monumentos de esta naturaleza sólo cabe pactar la desmemoria, como bien sabían los griegos tras un siglo de guerras del Peloponeso, cuando elevaron en la acrópolis ateniense un altar para dar culto al Olvido. Quizás el Valle de los Caídos, una vez clausurado para la eternidad, no pueda acoger más culto que ese del olvido. Sin más cadáveres en la cercanías que los exquisitos que ayuden a explorar el inconsciente de nuestras vendettas domésticas.

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