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Tribuna

Alfonso Castro

Decano de Derecho de la Universidad de Sevilla y presidente de la Conferencia de Decanas y Decanos de Derecho de España

En la memoria: Otero Seco en La Cova (I)

Sabemos que Hernández iba a visitar a su amigo Otero a su casa de La Cova, durante la guerra, a veces acompañado por otro poeta que también murió en el exilio, Pedro Garfias

En la memoria: Otero Seco en La Cova (I) En la memoria: Otero Seco en La Cova (I)

En la memoria: Otero Seco en La Cova (I) / rosell

"Que mis hijos recuerden esta lección que ahora digo sin la sospecha de que antes la sabía" Antonio Otero Seco, Madre (1950)

ES la historia, ya desde el corto plazo, un amasijo de recuerdos, a veces inmerecidos, y de olvidos diseminados por el camino, igual de inmerecidos con frecuencia, perpetuamente reescribiéndose no obstante la historia siempre, con esa especie de permanente reajuste móvil. Estudiante de Derecho en la vibrante Facultad de la Universidad de Sevilla de los años 20, la misma substancialmente de Cernuda o de Garfias, en que alienta buena parte del espíritu de la revista Mediodía a través de otros de sus alumnos (Romero Murube, Collantes de Terán, Rafael Laffón), en la que él no llegará a colaborar nunca, Antonio Otero Seco, extremeño de Cabeza del Buey (1905), escritor desde nuestra ciudad precozmente para el Correo Extremeño y La Libertad y, tras su paso por Granada, alumno en Madrid, donde escucha a Besteiro, para consagrarse de modo aún más pleno al periodismo, es una de esas figuras poco a poco reivindicada por algunos visionarios, ajenas al canon establecido, como durante mucho tiempo lo fue su amigo Chaves Nogales. Recordado tan solo vagamente como autor de la última entrevista que concedió Federico García Lorca antes de ser fusilado en el camino de Víznar a Alfacar, fue Otero Seco, amigo también de Miguel Hernández, poeta hecho leyenda desde antes casi de su muerte en las cárceles de Franco, como luego en la distancia del exilio francés y la insignificancia cada vez más significante lo será de otro modo Otero también de Delibes, de Matute, de Sender, de Cela (que le franqueará las páginas españolas de Papeles de Son Armadans), pero con esa rotundidad que da a la amistad jugarse la vida por lo que es justo. Gracias a la generosidad de su hijo Antonio, en una estampa que le concierne con esa vida antes de la vida o al menos de la memoria que es la niñez antes de la conciencia, sabemos que Hernández iba a visitar a su amigo Otero a su casa de La Cova, en Manises, durante la guerra, a veces acompañado por otro poeta que también hubo de morir en el exilio, Pedro Garfias, caminando con su inconfundible "vaivén de pato" por unas hemorroides lenta y penosamente no curadas. Como en su casa solía haber vino, "Garfias se sacrificaba y hasta caminaba con cierto garbo" y se le pasaba su bizquera del esfuerzo y de pronto se le encontraban hasta normales los ojos, alumbrando con esa luz que el alcohol y la soledad y la tristeza le apagarían treinta años después en la lejanía de México. Es esa habitación de la memoria la que llena con más fuerza aún Hernández en la mirada de Otero, que brilla como un faro de luz sobre el recuerdo, vibrando la figura del cabrero libre por los surcos mirando el farolillo de luz en "la verbena de los insectos", que canta con un eco poderoso -inmenso fijador de imágenes Otero- y que al coger en brazos al hijo recién nacido de su amigo -ese que recuperará mucho después el texto de su padre del olvido- se encoge con el dolor mayúsculo del hijo propio mayor tenido con Josefina Manresa, muerto de hambre en Orihuela al año de nacer, en 1938, su cara redonda "de surco articulado", los párpados de pájaro, en una evocación que aún estremece y que es incomprensible no pertenezca, de leída, contada, cantada, al patrimonio de todos los españoles.

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