Tribuna

FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

Escritor

Nuestros moros

Nuestros moros Nuestros moros

Nuestros moros / rosell

He andado estos días de cautiverio leyendo, entre otras cosas, una interesante traducción del gran arabista Miguel Asín Palacios, con prólogo del no menos sabio Emilio García Gómez. El texto en cuestión es de un botánico andaluz, probablemente sevillano, del siglo XI, y entremete muchos vocablos romances, cosa de gran utilidad, por cuanto estamos hablando de los primeros balbuceos documentados de nuestro idioma, de interés similar al de las glosas silenses o las emilianenses. Lógicamente entrevera modismos y léxico del árabe andaluz, que era algo diferente del clásico y variaba por regiones, como es comprensible. El estudioso paisano hispano musulmán es anónimo. De ahí que aquí no haya calle a su nombre ni estatua que lo recuerde. Lo nuestro hoy son más cantaores, toreros, bailaoras y folclóricos varios, ya se sabe. O en todo caso, se nombra la vía urbana con el politiquillo de turno que se cree eterno y cuyo nombre será incógnita dentro de una generación. Entonces caigo en que no estaría mal un recuerdo algo más digno para los autores, por ejemplo, de ese soberbio monumento que sin duda nos representa mejor y se repite hasta el hartazgo en carteles, anuncios, esculturas e insignias. La Giralda, claro está. No hablo ya de quien la coronó con tino y buen gusto renacentista, cual fue Hernán Ruiz, que tiene una callecita en la quinta puñeta del alfoz sevillano. Hablo de sus arquitectos principales, Ibn Baso, primero, y Alí de Gómara, de origen soriano, que la terminó. El primero tiene una calleja, también en la periferia hispalense. El segundo, ni eso. Sólo una pequeña vía en Alcalá de Guadaíra lleva su nombre. Por no hablar de Abú Yacub Yusuf y su hijo Abú Yusuf Yacub, los dos califas almohades bajo cuyo mandato se construyó la mezquita y la torre adjunta. Luego, ciertamente, aquellos recintos agarenos fueron deteriorándose con el tiempo y, aunque consagrados al cristianismo, los nuevos que se levantaron en su lugar no repetían los códigos artísticos musulmanes, sino los del momento en que se reconstruyeron. No le pidamos a aquella época nuestros cánones de conciencia histórica y conservación estética. Todos mutaron, salvo la grandiosidad de la mezquita cordobesa, alguna otra aislada, más pequeña e igual de sólida, tal que en Archidona o Almonaster, y por supuesto la Giralda, que resistió modas y siglos. Alguna vez, cuando paso junto a ella, me acerco a la arista nordeste, la única fácilmente accesible, y miro hacia arriba, asombrándome de ese filo casi intacto que ha resistido incólume más de ochocientos años de fríos, calores, aguas, terremotos y erosión varia. Qué calidades las de esos enormes ladrillos y qué perfecta su argamasa. Qué fabulosa labor la de sus autores, desde el maestro de obras hasta el hornero de Triana o de donde fuese. Esos fueron los mejores de nuestros moros, a los que valdría recordar y homenajear un poquito, dado el legado que nos dejaron. Y no espante ni indigne la palabra, por favor. Moro, del latín, maurus, oscuro, es como se les ha llamado siempre desde Roma, por evidentes razones dérmicas. ¿O vamos a cambiar también en nombre al barrio de la Morería, o a ponerle en nuestro idioma otra denominación a Mauritania?

Quiero decir que cuando hoy se reivindica la lucha sarracena contra Israel, recordemos que ese país es la única democracia de Asia Menor y el lugar en el que seguro habrían elegido nacer quienes lo critican, de haber podido aterrizar en el mundo por aquella zona. Nuestros actuales maurófilos deberían preocuparse también por la oscura avalancha africana, iletrada e islámica en su mayoría, cuya segunda generación causará los problemas de expansión e inasimilación que están ocurriendo en otros países de Europa y por fortuna yo ya no veré. Por todo ello, puestos a pensar en la gente del profeta por antonomasia, sería mucho mejor reivindicar a nuestros grandes moros, a los que hicieron algo bello y permanente de lo que ahora nos sentimos tan orgullosos, dentro de nuestra ingratitud e ignorancia. De los judíos españoles, o con más propiedad, de los españoles que practicaban el judaísmo, y con los que fuimos tan estúpidamente crueles, hablaremos otro día.

Por cierto, caigo ahora en que Emilio García Gómez fue autor de una juvenil y bellísima traducción de los poetas arábigo andaluces que Lorca llevaba siempre en el bolsillo y le inspiró el Diwan de Tamarit (Está publicada en Austral). García Gómez fue luego embajador del Gobierno del general Franco en varios países árabes. En cuanto a Miguel Asín Palacios, sacerdote, además de sencillamente maestro y sabio en su tema, fue procurador en las cortes franquistas. Ambos han sido los mejores arabistas españoles de la primera mitad del siglo XX. Su obra cultural es inmensa, pero es de suponer que por los servicios prestados a la dictadura se destruirán sus estatuas y borrarán sus nombres de las calles. No sé a qué esperamos…

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