Frecuento poco la poesía, pero recientemente leía un poema de Ricardo Arjona Antolín, de su libro Epistolares. El poema se titula ‘Lázaro’, nada menos, y termina como sigue: “Me vuelvo, ya en la esquina, y observo tus colchones / de vieja espuma oscura, el raído cartón / que amansa el duro suelo, los trapos con que cubres / las noches de rocío. Y yo, pobre epulón, / reflejo en la vidriera de un limpio escaparate, / me veo mirar callado…”.
La última frase, además de una imagen bellísima y expresiva, nos retrata como sociedad, como conjunto de individuos además de a muchos –me incluyo, claro– de éstos. “Y yo, pobre epulón, / reflejo en la vidriera de un limpio escaparate, / me veo mirar callado…”. La nuestra es una sociedad llena de pobres epulones, más pobres aún por ni saberlo –aunque quizás eso opere como atenuante de la responsabilidad–. Llena de lázaros que duermen en colchones de vieja espuma oscura, con raído cartón para amansar el duro suelo. En unos casos, lázaros por desidia o, si me permiten el aparente moralismo, vicio. En muchos otros, por mera debilidad, mala suerte, malas decisiones, falta de un amigo en un momento decisivo, ausencia de una mano. Muchos lázaros o, como diría Miguel Mañara, muchos trasuntos de Jesús con harapos, esperándonos, regalándonos una oportunidad.
Fíjense en la potencia de la metáfora del verso: somos un mero reflejo en la vidriera de un limpio escaparate. Pura imagen, sin realidad auténtica; mera apariencia sin contenido; mera refracción carente de realidad corpórea. Superficie limpia, atildada, decorativa. Un escaparate. Preparados para vender, con lacito. Sin profundidad. Y el aguijonazo final: miramos (y eso sólo de vez en cuando, en las tal vez escasas ocasiones en que no fingimos ante nosotros mismos no mirar ni ver) y callamos.
Gracias a Dios, no todo es así, ni mucho menos. Si andas temprano por las calles de tu ciudad puedes ver jóvenes que no vuelven de una juerga sino que, armados con un termo y con buena voluntad, con profundidad, contenido y algo de rebeldía bien entendida, han madrugado para, antes de que nazca el día, ofrecer unos cafés calientes a esos lázaros del poema. Si visitas los comedores sociales y economatos puedes ver muchos voluntarios ayudando, preparando comida, empaquetándola, haciendo bolsas para repartirlas entre los que acuden, sea a comer, sea a llevarse vituallas para unos días para toda la familia. Qué decir de esas monjas que se desviven, de esos misioneros que lo son sin salir de las ciudades del mundo desarrollado. De todos esos que no esperan que el Estado, la Administración, “otro”, se encargue, sino que huyendo de la perniciosa dependencia átona en que los poderes nos quieren instalar, actúan personal y directamente.
Y yo que pensaba disfrutar un rato, sin más –y sin menos–, leyendo un libro de poesía, bebiendo un poco de vino y viendo los pájaros volar y posarse en los árboles, trazando incesantes arabescos incomprensibles en el aire…