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Tribuna

Rafael Rodriguez Prieto

Profesor de Filosofía del Derecho y Política de la Universidad Pablo de Olavide

El populismo es fascismo

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El populismo es fascismo

Perdón. Soy consciente de la ponzoñosa ligereza con la que se abusa de este término. Calificar a alguien como fascista es un recurso fácil para estigmatizar al disidente. Dicho esto, es urgente actualizarlo y aclararlo. Mi intención es meramente analítica. No existe ningún ánimo injurioso. Tan sólo se trata de realizar una modesta contribución a un debate intelectual.

Decía Trotski que el fascismo era "el movimiento de la desesperanza contrarrevolucionaria". Gracias a sus agentes, el capitalismo moviliza a la pequeña burguesía irritada, al lumpenproletariado desclasado o desmoralizado y a cualquiera que el capital financiero haya empujado a la desesperación. El creador del Ejército Rojo cometió terribles errores -como cuando aniquiló la rebelión democrática de los marineros del Kronstadt- que nutrieron la bestia que lo asesinaría en un barrio de la Ciudad de México. Sin embargo, en este análisis estuvo muy acertado. El fascismo usa el nacionalismo para persuadir a los grupos que padecen la estructural desigualdad que necesita el capitalismo para reproducirse. No es difícil encontrar culpables, enemigos de la patria, parias que oculten las verdaderas causas de los problemas. En América, el populismo del general Juan Domingo Perón fue un claro ejemplo de un caudillismo, cuyas consecuencias se sienten en nuestros días en la desesperada Venezuela chavista. En Europa, la derrota del fascismo se cinceló en los pilares del Estado de bienestar. Cuando en la década de los ochenta se decreta su fin, comienza el proceso en el que el populismo resurge de la mano de un neofascismo que ya no lleva uniforme. Esta muerte lenta del coyuntural pacto entre capital y trabajo implica que el capitalismo regrese a su lógica radicalmente acumulativa y excluyente. Este excepcionalismo económico se traduce en la esfera política en forma de erosión y deslegitimación de las instituciones. El capitalismo siempre ha resuelto esta crisis con el fascismo. El siglo XXI no es diferente. El auge populista en Europa y EEUU así lo atestigua.

Un amigo me alerta de que el problema de las democracias contemporáneas es el abandono de la parresía. Su significado en la Grecia clásica era "decir la verdad con la idea de servir al bien común", incluso asumiendo un riesgo personal. La crisis social ha conducido a que los políticos prescindan de ella y se abonen al artificio político. Son conscientes de su incapacidad para realizar cambios significativos, que atiendan las necesidades reales del cuerpo electoral. Su dependencia de controles externos como las grandes corporaciones, fondos de inversión, instituciones que nadie ha elegido o la prima de riesgo, los convierten en meros receptáculos de decisiones previamente tomadas. El ansia de justificar su presencia y sueldo les transforma, en el mejor de los casos, en voceros de debates estériles o de consecuencias cosméticas. En el peor de los casos, exacerban el odio entre ciudadanos, convierten la justicia social en caridad o recetan soluciones simplonas para problemas complejos. Todo depende del carisma del líder.

Este nuevo fascismo también ha llegado a España como populismo. Se expresan a diario en prensa, radio y, especialmente, en el duopolio televisivo. Algunos con violencia. Las CUP o los neobatasunos, que últimamente se dedican a enviar misivas de amor al populista norteamericano, muestran con más claridad la fiera que albergan, ya sea en Alsasua o agrediendo a estudiantes en la universidad catalana. Los otros son más comedidos. Participan del artificio político pero, a su vez, dividen la sociedad entre buenos y malos. Una reforma constitucional que a casi nadie interesa, la encarnizada lucha para ganar la Guerra Civil con varias décadas de retraso, el autoritarismo lingüístico para ocultar la desigualdad de género, junto con el selectivo abuso de una cierta desmemoria colectiva son solo algunos ejemplos.

Nada se puede esperar de los separatistas. Los mismos que traicionaron a la II República. Los que llevan décadas inoculando el odio y el supremacismo con la complicidad de los gobiernos de Madrid. Los que han hecho del clientelismo, la propaganda neo-goebbelsiana y la subvención a sus acólitos el imprescindible engranaje de una farsa que se sustancia en euros y cuentas en paraísos fiscales para los jefes. Otra cosa se podría haber esperado de Podemos. No ha sido así. Ha reproducido a cámara rápida los peores vicios del pasado: aceptación acrítica del discurso nacionalista, la renuncia a una real transformación del modelo económico imperante o la mimetización de las luchas intestinas entre felipistas y guerristas. Podemos se benefició del impulso del 15-M, pero la cúpula ha traicionado de forma inmisericorde su legado. Desgraciadamente, ha bloqueado para largo tiempo la emergencia de una fuerza con un programa transformador e integrador. Misión cumplida. Al neofascismo se le ha sido conferido el asumible significante populista. Las bolsas suben, mientras se renuncia a la parresía en beneficio de la adulación al votante rabioso.

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