Tribuna

Carlos Javier Avilés López

Periodista

El precio de la frivolidad

En todo Occidente, las clases trabajadoras más golpeadas por la crisis de 2008 se han armado de rencor contra una izquierda que no ha sabido proteger su estatus social

El precio de la frivolidad El precio de la frivolidad

El precio de la frivolidad

En el decimosexto capítulo de El ala oeste de la Casa Blanca, un productor de Hollywood que alberga en su mansión una velada benéfica para el Partido Demócrata amenaza al presidente Barlet con cancelar el acto si éste no se pronuncia públicamente sobre la iniciativa de un senador republicano para prohibir la entrada de homosexuales en el Ejército. Ante la insistencia del productor, el presidente le espeta que, si abriese la boca para pronunciarse sobre el tema, lo pondría en primera línea en el debate político, de modo que ayudaría a la causa del senador homófobo, que, por el momento, estaba condenada al fracaso.

Sin duda, Pedro Sánchez, asesorado por su jefe de Gabinete, Iván Redondo, sabía lo que hacía perfectamente cuando decidió convertir la acogida al Aquarius en "un gran gesto inaugural" del Gobierno, como lo llamó Enric Juliana en La Vanguardia el pasado mes de junio. Lo sabía, no sólo porque el señor Redondo conoce bien la serie, sino porque el presidente lo nombró jefe de Gabinete precisamente porque es un especialista en comunicación política. El propio Redondo, entrevistado por Pablo Iglesias en su programa de apariencia periodística, asegura que hay que simplificar al máximo el mensaje y humanizarlo. Y he aquí que el spin doctor de cámara del presidente avistó desde la cofa del Gabinete el Aquarius: nada más simple ni más humano.

Si bien el gesto contribuyó a reforzar la posición de España en Europa, el uso comunicativo que el Gobierno hizo del mismo fue muy irresponsable: al hacer de la solidaridad con los migrantes su bandera, en lugar de optar por una acción más discreta, el Gobierno puso a éstos en la picota, pues aquello que el Ejecutivo exhibe como bandera se convierte inmediatamente en objetivo prioritario de tiro para la oposición. Si a eso le sumamos que el PP y Ciudadanos se afanaban, en una lucha sin escrúpulos, por atraer el voto de la derecha más montaraz, el escenario para el aumento de la xenofobia explícita y desacomplejada en España estaba servido. Y, en efecto, hoy esa xenofobia tiene doce representantes en el Parlamento andaluz.

Naturalmente, un resultado tan nefasto no puede ser fruto de un problema como el de la inmigración, que tan poca incidencia tiene en la vida de los andaluces. A esa circunstancia se ha sumado el fuego de Cataluña, avivado una vez más por Ciudadanos y el PP, que han tratado con una irresponsabilidad pasmosa el asunto. Han querido frenar el auge de un partido ultranacionalista radicalizando su propio mensaje nacionalista. Y, claro, el original lo ha hecho mejor que ellos. Los independentistas, otros pirómanos siempre puntuales, deben estar felices: hoy España se parece un poco más a la caricatura que ellos pintan.

Pero ni siquiera estos dos motivos bastan para explicar el funesto resultado de la extrema derecha en las elecciones del domingo, 2 de diciembre que responde a una tendencia global: el enfado del hombre blanco de bajo nivel económico y escasa formación, desafecto a una izquierda que defiende a las minorías y los avances sociales, mientras le cuesta encontrar salidas desde el poder local a los problemas económicos que genera la globalización. Es el mismo fenómeno que ha llevado a Trump a la Casa Blanca, a Bolsonaro a la Presidencia de Brasil, o a Salvini al poder en Italia. En todo Occidente, muchos trabajadores golpeados por la crisis de 2008 se han armado de rencor contra una izquierda que ha hecho bandera de la defensa de los derechos sociales de minorías como los inmigrantes y las mujeres. Esos trabajadores, ante la tormenta de la globalización, asustados por la supuesta amenaza a sus costumbres y a su estatus social, se han atado la señera nacional a la cabeza y han seguido al flautista a la cueva del miedo y el odio.

El uso frívolo de la inmigración por parte de todos los partidos el pasado verano, la irresponsable subida de tono de la derecha y los independentistas sobre la situación en Cataluña, más candente cuanto más se acerca el juicio de los políticos presos -ya dijo Felipe González que el 30 de septiembre era domingo, y Pedro Sánchez se arriesgó a obviar que era un día idóneo para votar-, y el miedo a los efectos de la globalización han dado lugar a que en el Parlamento andaluz hayan entrado el racismo, el ultranacionalismo y el machismo más desacomplejados; todo ello, a un precio de votos por escaño muy barato, gracias a la abstención propiciada por la campaña socialista de bajo perfil. Ahora, a ver cómo volvemos a meter al genio en la botella.

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