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Tribuna

Fernando castillo

Escritor

La última chica de la colaboración

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La última chica de la colaboración

El pasado noviembre llegó de París la noticia de la muerta de Lucette Almanzor, de casada Lucette Destouches, primero bailarina y luego eterna viuda de Louis-Ferdinand Céline durante seis décadas, guardiana de su legado en Meudon y personaje del apocalíptico Rigodon junto con el gato Bébert y el actor Robert Le Vigan. Su muerte, más que centenaria, tenía 107 años, parece confirmar la longevidad de muchas de las chicas de la Colaboración en la Francia ocupada por los alemanes, fueran o no unas entregadas al Nuevo Orden, oportunistas o solo complacientes. Una larga lista que sugiere que la vida de cabaret y lujo, de La Tour d'Argent y Maxim's, y de placer en los momentos menos libres, sentaban bien a estas mujeres de moral exorable, que tan elegantes consideraba Azorín. En esta nómina de centenarias destacan, por escoger alguna, la cantante Léo Marjane -inolvidable su Seule ce soir- y las actrices Danielle Darrieux e Yvette Lebon. A todas ellas, aunque nunca fuera una de las que veían en el ocupante una oportunidad profesional, un Nuevo Orden o una belleza aria, las sobrevivió la más longeva, la citada Lucette Almanzor.

Fue, al saber de su muerte, cuando hablando con Juan Manuel Bonet, creíamos que ya solo sobrevivía entre las chicas collabo la inclasificable y nonagenaria Maud de Belleroche. Un error del que hace unas semanas nos sacó Google y que el propio Bonet confirmó con el boletín municipal de Villerville, el pueblecito en la desembocadura del Sena, que señalaba su muerte el 19 de febrero de 2017, que había pasado tan desapercibida como sus últimos años de olvido. En esta fecha se acababa el recorrido novelesco de Madeleine (Maud) Sacquard, nacida en una familia burguesa y parisina, cuyo encanto y cultura la llevaron, poco más que adolescente, a convertirse en una de las amantes de Jean Luchaire, el patrón de la prensa colaboracionista, personaje del mundo parisino oku y fervoroso partidario de Alemania. Transcurridos los días de champagne y seducción, unas veces cerca de Otto Abetz, el embajador del Reich, y otras de tipos de la rue Lauriston, Maud Sacquard pasó a los brazos de un joven dirigente del Partido Popular Francés, Georges Guilbaud, parece que a instancias del propio Luchaire. Intuyendo el rigor de la depuración de los fifis, al llegar la Liberación dejó el París de los bulevares oscuros en dirección al exilio de Baden-Baden y del sombrío Sigmaringen, siguiendo a sus dos amantes y a la fantasmagórica corte de Vichy. Una estancia en la que coincidió con Lucette Almanzor y Louis-Ferdinand Céline, quien la vio nadar, esplendorosa con sumaillot rosa, en la piscina del Brenner's Park Hotel, lo que le llevó a incluirla en Nord como Mademoiselle de Charamande.

Luego, siguiendo a Guilbaud como embajador de un gobierno colaboracionista imaginario, pasó de la Selva Negra al mundo de las oscuras y bombardeadas ciudades de la Italia del Norte, de la crepuscular República Social mussoliniana. Allí, ejerciendo de joven ambassadrice, parece que se asomó aún más al abismo al acercarse al mundo de Villa Triste, de Luisa Ferida y la siniestra banda Koch que fascinó a Pasolini. Al acabar la guerra y tras huir a Francia, no tardó en reunirse en Madrid, entonces nido acogedor de fascistas de toda Europa, con Georges Guilbaud, quien había logrado huir de Milán en el último avión del fascismo. A su llegada con pasaporte a nombre de Maud Degay, desarrolló sus capacidades investigadoras junto a Abel Bonnard, el ministro de Educación de Vichy y escritor, dedicado a estudiar a Goya, y a otros amigos del París alemán. Todo sin olvidar su tennis y demás habilidades deportivas que, unidas a su encanto y juventud, asombraban a los españoles, entonces poco acostumbrados a estos perfiles. Mientras tanto, Georges Guilbaud montaba la Odesa de la Colaboración franco-belga junto a Víctor de la Serna y José Ignacio Escobar. Cumplida su misión, se fueron a la Argentina de Evita y Juan Domingo Perón, de quienes la pareja se convirtió en íntima. Tanto que Maud Guilbaud escribiría una biografía de ella. No tardaron en separarse de manera que Maud, de nuevo Sacquard, regresó a Francia para convertirse en la baronesa de Belleroche, olvidando su pasado de erotómana e iniciando una carrera como actriz y escritora más que discreta. Entre sus obras destacan los libros de memorias, especialmente Le Ballet des crabes, y un texto tituladoÀ Baden-Baden, publicado en La Revue Célinienne. Sin duda, una vida novelesca, intensa y larga, aunque no lo suficiente para arrebatar a Lucette Almanzor el titulo de decana de las chicas de la Colaboración.

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