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Tribuna

Fernando H. Llano Alonso

Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Sevilla

El velo de Europa

El velo de Europa El velo de Europa

El velo de Europa / rosell

A Salvador González-Barba

EUROPA sufre la peor pandemia que se ha producido en el continente desde el final de la Primera Guerra Mundial. A falta de una política sanitaria común para afrontar los efectos de la crisis del Covid-19, y a medida que el registro oficial de infectados y fallecidos ha ido marcando a diario una curva dramáticamente ascendente que parece no encontrar aún el ansiado y definitivo punto de inflexión, la ciudadanía europea ha interpelado a sus instituciones en busca de una respuesta eficaz y unitaria. Tras quince días de desconcierto y parálisis en la política comunitaria europea, el presidente del Consejo Europeo, Jacques Michel convocó por fin el pasado jueves 27 de marzo la esperada cumbre de primeros ministros con el objetivo de consensuar estrategias coordinadas de actuación frente a la pandemia que está azotando a toda Europa. Después de horas de tensas discusiones, reproches y desencuentros entre los líderes de Alemania y Holanda, secundados por la mayoría de sus colegas del norte, y los primeros ministros de España e Italia, respaldados por sus homólogos del sur, la reunión, celebrada por videoconferencia, acabó en tablas, pero sin avances sustanciales, ni siquiera en materia de cooperación médico-sanitaria, aunque salvando al menos el compromiso de volverse a reunir dentro de quince días para que los ministros representantes de los países miembros presenten nuevas propuestas para acordar un plan de reactivación de la economía europea.

Ante la inoperancia de los representantes políticos europeos actuales es inevitable añorar las palabras pronunciadas por Robert Schuman, ministro francés de asuntos exteriores el 9 de mayo de 1950, hace casi medio siglo, en un discurso que muchos consideran el punto de arranque de la Europa comunitaria: "Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto. Se hará gracias a realizaciones concretas que creen en primer lugar una solidaridad de hecho". En un momento como el presente, en el que el principio de subsidiariedad de los Estados miembros se impone a la política común europea, y el soberanismo prevalece sobre la solidaridad entre los países europeos, cuesta creer que el sueño del proyecto transnacional e integrador europeo no sea más que una simple quimera, una grotesca máscara que sirva para cubrir el adusto rostro de la Europa de los mercaderes, una Europa muy distinta de la Europa social, humanista y solidaria en la que creíamos vivir hasta ahora.

Europa es, por supuesto, un mercado único, pero sobre todo es algo más importante: un fondo de cultura común que aspira a constituirse algún día como unidad política supranacional (una Federación de Estados de Derecho europeos). Esta convicción eurofederalista debe servirnos para afianzar nuestra creencia en una Europa más solidaria y vertebrada que sea capaz de sobrevivir, especialmente en los tiempos que corren, a los cantos de sirena que propugnan la política del "sálvese quien pueda".

Esta Europa que se muestra hoy tan desdibujada y "sin rostro" -por citar una bella expresión de María Zambrano- parece haber despertado del sueño unificador imaginado por los Padres Fundadores a mediados del siglo XX, políticos tan excepcionales como Monnet, Schuman, Adenauer o De Gasperi. Nada parece quedar ahora de aquella confianza en las posibilidades de futuro de Europa, ni de la vitalidad de aquella empresa colectiva, ni tan siquiera de la lucidez y la fuerza que caracterizaron aquél impulso original. La utopía se ha convertido en desencanto, y el optimismo se ha transformado en apatía, cuando no en desesperación. Ante este panorama tan desolador, no les falta razón a quienes se preguntan qué nos queda de aquel proyecto sugestivo e integrador de Europa en este momento vespertino de su historia, sobre todo después de que -como ha advertido Fernando García de Cortázar- "el gran proyecto europeo haya desaparecido del debate".

Europa se encuentra en la actualidad ante la alternativa de convertirse en una nueva Atlántida, un paraíso sumergido bajo las aguas del olvido, o bien tratar de emular al ave Fénix, que sabe reinventarse y es capaz de renacer de sus propias cenizas. Por ello, creo que acierta Jürgen Habermas cuando sostiene que Europa debe sacar fuerzas para emprender una reforma que le permita, entre otras cosas, hacer más eficaz el funcionamiento de sus instituciones, mejorar el procedimiento para la toma de decisiones y reforzar su presencia en el mundo como comunidad política supranacional. Ahora bien, el esfuerzo que supone este proceso de reestructuración será baldío si no va acompañado de una necesaria regeneración moral de Europa como supernación y crisol de pueblos. Y para acometer esa regeneración es preciso que antes descorramos el velo que nos impide ver el verdadero rostro de Europa. Debemos redescubrir, en suma, el sentido radical y el significado original que tuvo en su día Europa para los principales pensadores e intelectuales protoeuropeístas que, desde Erasmo y Vives hasta Kant y Ortega, sembraron con sus ideas germinales el terreno fértil de la patria común europea.

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